Te has colado en una casa por un agujero de menos de un metro que da al sótano después de huir de una vecina que amenazaba con llamar a la policía, tienes que encender una linterna para ver dónde pones los pies y la escalera del piso superior no aguantaría el peso de una mosca. Te preguntas qué haces ahí y piensas que a lo mejor va siendo hora de volver al turismo convencional.

Más de una vez me he preguntado quién me manda meterme en estos jardines: cochambre, humedad, moho en el suelo, cristales rotos por todas partes… y cuanto más complicado, parece que mejor. Ir a meterte en un edificio abandonado y encontrarte las puertas abiertas no tiene gracia, lo divertido es saltar una reja, preguntarte si te habrá grabado la cámara del circuito de seguridad o esquivar vecinos gruñones a los que no les parece bien que entres en una vieja destilería de cerveza por más que ahora sólo destile polvo. Pero luego empiezas a ver esas viejas máquinas cubiertas de óxido, ropa de otras décadas, un piano con partituras que alguien olvidó meter en una caja antes de partir o pegatinas de cervezas que ya no se encuentran en el mercado y decides que estos viajes en el tiempo, aunque sean ilegales, valen la pena. Y luego está el chute de adrenalina que da haberse colado en un edificio que a priori parece más infranqueable que el palacio real. Admitámoslo, es divertido.

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Fotos: Carolina Velasco

La primera regla del club del urbex es…

El urbex (como se conoce a la “urban exploration”) tiene miles de seguidores en todo el mundo a los que les parece más interesante  tratar de imaginar cómo se vivía en los 50 viendo una casa que se ha mantenido intacta y cuyos únicos inquilinos son las telas de araña que acercándote a un museo donde nada puede tocarse y todo está impoluto tras una vitrina. Pero claro, si en la Lonely Planet no aparecen estos sitios es por algo: como el club de la lucha, el urbex tiene sus reglas, y la primera es muy parecida: no revelarás la a ubicación del edificio abandonado en cuestión. Tiene lógica. Hace unos meses decidí acercarme a una antigua cochera de trenes de la RDA. Entre que las puertas estaban abiertas y que su dirección es del dominio público, aquello parecía la pradera de San Isidro en pleno 15 de mayo: un photoshoot por aquí, una familia con niños por allá, unas adolescentes posando para Instagram… un sindiós. Parecía todo menos abandonado. Si a eso le añades decenas de murales de graffiti, lo de abstraerse del mundo resulta un poco más complicado.

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¿Y por dónde empiezo?

En Berlín, Abandoned Berlin se ha convertido en el blog más odiado y amado precisamente porque da hasta mapas del interior del edificio y consejos para colarse sin ser visto. Pero claro, también da la dirección con enlace a google maps y todo. Da el trabajo hecho, sí, pero también le quita la gracia. Hacer de Sherlock Holmes, investigar en foros y tener que darse paseos virtuales por Google Street View es parte de la tarea de cualquier interesado en explorar en condiciones. Si crees que te vas a poder registrar en un foro de urbex y lograr una dirección en 5 minutos, vas listo. Si no te conocen, no te van a dar ni los buenos días. Menos aún cuando algunos empresarios ya están descubriendo el filón que supone cobrar entrada por ver un lugar ruinoso. A Teufelsberg (la antigua sede de la NSA en Berlín) o a Spreewald (un parque de atracciones abandonado de la RDA)  ya sólo se puede entrar soltando 15 euracos y con un guía que vigila celosamente que nadie del grupo vaya de listillo a meterse donde no debe. Incluso hay una asociación que cobra a los incautos 80 euros por ir a hacer escapadas a los sitios en los que uno aún no se encuentra alambradas eléctricas o perros. Dónde está la gracia en ir en plan tour-operador a estos sitios me sigue pareciendo un misterio digno de Mulder y Scully.

Hace unos meses se me antojó “visitar” la casa de un antiguo director de cine de barrio. Lograr dar con las coordenadas fue una misión titánica: sólo sabía que estaba en el este de la ciudad. Durante varios días hice de Google mi mejor amigo, tirando incluso de hemeroteca en alemán. ¿Cuántos cines había en la RDA? ¿En qué barrios? ¿Cuáles seguían en activo? Foros, mapas, blogs… hasta que por fin di con la calle. Ahora tocaba lo más difícil: colarse.

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Regla número 2 del urbex: solo no puedes, con amigos sí

En algunos sitios es más fácil entrar que salir. Siempre viene bien alguien que vigile si vienen vecinos, una mano a la hora de salir de una ventana, unos ojos que se fijen en ese boquete en el suelo que a ti se te ha pasado o que simplemente te ayude a saltar una reja. También tienes con quién compartir el subidón de adrenalina cuando te has colado en ese salón de baile de los años 20, en la que fue la embajada iraquí con decenas de documentos por habitación o en ese antiguo hospital para tuberculosos por el que pasó Hitler y que ahora es pasto de la especulación: el famoso hospital de Beelitz se está reconvirtiendo en lujosos estudios a precio de caviar de Beluga: nada menos que entre 1.950 y 2.600 euros el metro cuadrado.

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Está claro que esas enormes fincas dentro de zonas urbanas son demasiado apetecibles para especuladores, y raro es la que no arde “accidentalmente” para pasar a ser propiedad de inversores en meses. Así que el mensaje está claro: hay que aprovechar.  Yo encantada de que no salga en la Lonely Planet y de que muchos sitios aún se puedan visitar sin pasar por caja. Seguiré preguntándome quién me manda meterme ahí cuando me las tenga que ver con una verja cerrada o esté tratando de pasar entre unos barrotes por los que apenas cabría Kate Moss, pero qué le vamos a hacer, la cabra tira al monte…

Más de una vez me he preguntado quién me manda meterme en estos jardines: cochambre, humedad, moho en el suelo, cristales rotos por todas partes… y cuanto más complicado, parece que mejor. Ir a meterte en un edificio abandonado y encontrarte las puertas abiertas no tiene gracia, lo divertido es saltar una reja, preguntarte si te habrá grabado la cámara del circuito de seguridad o esquivar vecinos gruñones a los que no les parece bien que entres en una vieja destilería de cerveza por más que ahora sólo destile polvo. Pero luego empiezas a ver esas viejas máquinas cubiertas de óxido, ropa de otras décadas, un piano con partituras que alguien olvidó meter en una caja antes de partir o pegatinas de cervezas que ya no se encuentran en el mercado y decides que estos viajes en el tiempo, aunque sean ilegales, valen la pena. Y luego está el chute de adrenalina que da haberse colado en un edificio que a priori parece más infranqueable que el palacio real. Admitámoslo, es divertido.

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Fotos: Carolina Velasco

La primera regla del club del urbex es…

El urbex (como se conoce a la “urban exploration”) tiene miles de seguidores en todo el mundo a los que les parece más interesante  tratar de imaginar cómo se vivía en los 50 viendo una casa que se ha mantenido intacta y cuyos únicos inquilinos son las telas de araña que acercándote a un museo donde nada puede tocarse y todo está impoluto tras una vitrina. Pero claro, si en la Lonely Planet no aparecen estos sitios es por algo: como el club de la lucha, el urbex tiene sus reglas, y la primera es muy parecida: no revelarás la a ubicación del edificio abandonado en cuestión. Tiene lógica. Hace unos meses decidí acercarme a una antigua cochera de trenes de la RDA. Entre que las puertas estaban abiertas y que su dirección es del dominio público, aquello parecía la pradera de San Isidro en pleno 15 de mayo: un photoshoot por aquí, una familia con niños por allá, unas adolescentes posando para Instagram… un sindiós. Parecía todo menos abandonado. Si a eso le añades decenas de murales de graffiti, lo de abstraerse del mundo resulta un poco más complicado.

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¿Y por dónde empiezo?

En Berlín, Abandoned Berlin se ha convertido en el blog más odiado y amado precisamente porque da hasta mapas del interior del edificio y consejos para colarse sin ser visto. Pero claro, también da la dirección con enlace a google maps y todo. Da el trabajo hecho, sí, pero también le quita la gracia. Hacer de Sherlock Holmes, investigar en foros y tener que darse paseos virtuales por Google Street View es parte de la tarea de cualquier interesado en explorar en condiciones. Si crees que te vas a poder registrar en un foro de urbex y lograr una dirección en 5 minutos, vas listo. Si no te conocen, no te van a dar ni los buenos días. Menos aún cuando algunos empresarios ya están descubriendo el filón que supone cobrar entrada por ver un lugar ruinoso. A Teufelsberg (la antigua sede de la NSA en Berlín) o a Spreewald (un parque de atracciones abandonado de la RDA)  ya sólo se puede entrar soltando 15 euracos y con un guía que vigila celosamente que nadie del grupo vaya de listillo a meterse donde no debe. Incluso hay una asociación que cobra a los incautos 80 euros por ir a hacer escapadas a los sitios en los que uno aún no se encuentra alambradas eléctricas o perros. Dónde está la gracia en ir en plan tour-operador a estos sitios me sigue pareciendo un misterio digno de Mulder y Scully.

Hace unos meses se me antojó “visitar” la casa de un antiguo director de cine de barrio. Lograr dar con las coordenadas fue una misión titánica: sólo sabía que estaba en el este de la ciudad. Durante varios días hice de Google mi mejor amigo, tirando incluso de hemeroteca en alemán. ¿Cuántos cines había en la RDA? ¿En qué barrios? ¿Cuáles seguían en activo? Foros, mapas, blogs… hasta que por fin di con la calle. Ahora tocaba lo más difícil: colarse.

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Regla número 2 del urbex: solo no puedes, con amigos sí

En algunos sitios es más fácil entrar que salir. Siempre viene bien alguien que vigile si vienen vecinos, una mano a la hora de salir de una ventana, unos ojos que se fijen en ese boquete en el suelo que a ti se te ha pasado o que simplemente te ayude a saltar una reja. También tienes con quién compartir el subidón de adrenalina cuando te has colado en ese salón de baile de los años 20, en la que fue la embajada iraquí con decenas de documentos por habitación o en ese antiguo hospital para tuberculosos por el que pasó Hitler y que ahora es pasto de la especulación: el famoso hospital de Beelitz se está reconvirtiendo en lujosos estudios a precio de caviar de Beluga: nada menos que entre 1.950 y 2.600 euros el metro cuadrado.

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Está claro que esas enormes fincas dentro de zonas urbanas son demasiado apetecibles para especuladores, y raro es la que no arde “accidentalmente” para pasar a ser propiedad de inversores en meses. Así que el mensaje está claro: hay que aprovechar.  Yo encantada de que no salga en la Lonely Planet y de que muchos sitios aún se puedan visitar sin pasar por caja. Seguiré preguntándome quién me manda meterme ahí cuando me las tenga que ver con una verja cerrada o esté tratando de pasar entre unos barrotes por los que apenas cabría Kate Moss, pero qué le vamos a hacer, la cabra tira al monte…

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Desde que me mudé a Berlín he descubierto que es más fácil viajar a bajo cero que declinar en alemán, así que cuando no estoy dándole a la tecla ando tramando mi próxima escapada: si ademas incluye lugares en los que perderse, mil veces mejor. Si registran mi maleta van a encontrar más cámaras de fotos que ropa. No sé decir no a un buen rastro, a un concierto ni a una cerveza.