Hacía 20 años que no iba al Zoo de Barcelona. De hecho la última vez que estuve aún estaban Copito de Nieve y la orca Ulises (ojo al dato de abuela cebolleta, pero tenía que decirlo). El caso es que hace poco me enteré de que este año es el 125 aniversario y hay organizados un montón de actos para celebrarlo. Sin duda era el momento de reencontrarme con mi infancia y volver al zoo que me ha visto crecer.

Como no hay nada que me haga más ilusión que colarme en los sitios, conseguí un pase para ir antes del horario de apertura y pasear con todo el recinto para mí sola. Eso da gustito, y además te permite analizar a conciencia cada especie sin pelear por la mejor vista con el resto de fauna que ahí se reúne.

Los más guays del parque

Lo primero que veo es que los pavos reales campan a sus anchas por todo el recinto y hacen las veces de cicerón, revoloteando a tu alrededor durante toda la visita. Aquí es cuando te das cuenta del desprecio que suscitamos los humanos en general entre el reino animal, sobre todo entre los exóticos, que siempre me han parecido los chulos del barrio (supongo que porque son los más guays del parque, como el abuelo del anuncio que come chuches con su nieto y no se le cae la dentadura).

El caso es que, a medida que vas pasando por cada una de las zonas, ves cómo todo tipo de alimañas, desde bestias imponentes hasta insectos palo, te miran sin inmutarse demasiado mientras tú sonríes embobado y corres nervioso a hacerles LA foto para subir a Instagram. En teoría ellos son los monos de feria esclavizados para entretenernos, pero visto desde fuera me parece que la especie inferior somos los de las cámaras.

El primer estanque al que llego es al de los flamencos. Cuellos elegantes, patas largas y plumas… ¡rosas! No se puede molar más. Ahí están todos, cual estampado de camisa hipster, paseando tranquilamente su gracilidad por el estanque y dejándose querer por todas las miradas. La verdad es que empieza a cansar la invasión de flamencos en ropa, flotadores y vinilos de todo tipo, pero cuando los ves en directo, entiendes por qué alguien decidió que merecían ponerse de moda.

En tierra de nadie

Luego están los terrarios, que creo que se llaman así no por la tierra sino por el terror. Ahí hay lagartos gigantes, cocodrilos, dragones, serpientes y reptiles de todo tipo que te amenazan con lenguas viperinas y dan la sensación de querer comerse a cualquiera que les caiga dentro. Esos sí que nos desprecian. Y no intentes hacerles fotos a través del cristal porque solo sale tu reflejo (sí, lo he probado). Lo mejor es el esqueleto gigante de dinosaurio que preside la zona. En cuanto lo ves, no puedes dejar de pensar en Zoolander y en que Ben Stiller debe andar por ahí cerca.

Próxima parada: África

Otro animal cool donde los haya es la Impala, que yo siempre había pensado que era una moto y resulta que es un antílope africano en peligro de extinción. Y cerca de ahí me emociono otra vez porque descubro a dos de mis personajes favoritos de Disney: Timón y Pumba. Los suricatos y los facóqueros o cerdos salvajes de la sabana africana, marranos y felices como la peli misma. En esta zona encuentras gorilas, elefantes, jirafas, rinocerontes… una inmersión total en El Rey León que te recuerda lo rico, exuberante y diferente que es el continente africano.

A lo largo del paseo detecto varias zonas de picnic, con sus mesitas y bancos de madera, sus sombrillas de brezo natural y sus cubos de basura impecables, como si fuésemos europeos civilizados. También veo una gran zona de juego infantil con cabañas, pasarelas y columpios de cuerda y madera para amansar al otro tipo de fieras. Realmente, el zoo es un planazo para los niños.

Big Fish

Veo que han abierto las puertas y empieza a llegar la gente así que me dirijo al delfinario, mi zona favorita, y en seguida vienen a buscarme las focas para exhibir todo su repertorio de acrobacias, juegos y gestos pizpiretos.

En ese momento recuerdo perfectamente cuando aún estaba en Barcelona la orca Ulises, a la que trasladaron en el ‘94 a San Diego. Allí fue rebautizada como Shamu, y años más tarde pude verla actuando como la estrella del Sea World californiano (obviamente los americanos no sabían que se llamaba Ulises ni que venía de Barcelona). Recuerdo que esto me indignaba tanto como si me dijeran que habían inventado ellos el pan con tomate. Y es que Ulises, al igual que Copito de Nieve, forma parte de la historia de los barceloneses no millenials y de un tiempo que, no por ser pasado fue mejor, pero que por irrepetible se convierte en especial y cobra el aura propia de las leyendas.

El zoo de mi infancia no es el de hoy, ni tiene sentido que lo sea. Porque hoy somos diferentes. Hemos sobrevivido a la muerte de Chanquete y Copito de Nieve y también a la burbuja de Internet y a las hipotecas subprime. Entiendo que a muchos no les guste la idea de tener a los animales encerrados para que nosotros pasemos un domingo en familia, pero conocer en vivo y en directo a las especies ejerce una función didáctica y de concienciación necesaria. E, insisto, sirve también como cura de humildad, porque al salir de ahí dudas de si la fauna alienada que transita por la ciudad en camisa y pantalón es más respetable que las fieras.

Como no hay nada que me haga más ilusión que colarme en los sitios, conseguí un pase para ir antes del horario de apertura y pasear con todo el recinto para mí sola. Eso da gustito, y además te permite analizar a conciencia cada especie sin pelear por la mejor vista con el resto de fauna que ahí se reúne.

Los más guays del parque

Lo primero que veo es que los pavos reales campan a sus anchas por todo el recinto y hacen las veces de cicerón, revoloteando a tu alrededor durante toda la visita. Aquí es cuando te das cuenta del desprecio que suscitamos los humanos en general entre el reino animal, sobre todo entre los exóticos, que siempre me han parecido los chulos del barrio (supongo que porque son los más guays del parque, como el abuelo del anuncio que come chuches con su nieto y no se le cae la dentadura).

El caso es que, a medida que vas pasando por cada una de las zonas, ves cómo todo tipo de alimañas, desde bestias imponentes hasta insectos palo, te miran sin inmutarse demasiado mientras tú sonríes embobado y corres nervioso a hacerles LA foto para subir a Instagram. En teoría ellos son los monos de feria esclavizados para entretenernos, pero visto desde fuera me parece que la especie inferior somos los de las cámaras.

El primer estanque al que llego es al de los flamencos. Cuellos elegantes, patas largas y plumas… ¡rosas! No se puede molar más. Ahí están todos, cual estampado de camisa hipster, paseando tranquilamente su gracilidad por el estanque y dejándose querer por todas las miradas. La verdad es que empieza a cansar la invasión de flamencos en ropa, flotadores y vinilos de todo tipo, pero cuando los ves en directo, entiendes por qué alguien decidió que merecían ponerse de moda.

En tierra de nadie

Luego están los terrarios, que creo que se llaman así no por la tierra sino por el terror. Ahí hay lagartos gigantes, cocodrilos, dragones, serpientes y reptiles de todo tipo que te amenazan con lenguas viperinas y dan la sensación de querer comerse a cualquiera que les caiga dentro. Esos sí que nos desprecian. Y no intentes hacerles fotos a través del cristal porque solo sale tu reflejo (sí, lo he probado). Lo mejor es el esqueleto gigante de dinosaurio que preside la zona. En cuanto lo ves, no puedes dejar de pensar en Zoolander y en que Ben Stiller debe andar por ahí cerca.

Próxima parada: África

Otro animal cool donde los haya es la Impala, que yo siempre había pensado que era una moto y resulta que es un antílope africano en peligro de extinción. Y cerca de ahí me emociono otra vez porque descubro a dos de mis personajes favoritos de Disney: Timón y Pumba. Los suricatos y los facóqueros o cerdos salvajes de la sabana africana, marranos y felices como la peli misma. En esta zona encuentras gorilas, elefantes, jirafas, rinocerontes… una inmersión total en El Rey León que te recuerda lo rico, exuberante y diferente que es el continente africano.

A lo largo del paseo detecto varias zonas de picnic, con sus mesitas y bancos de madera, sus sombrillas de brezo natural y sus cubos de basura impecables, como si fuésemos europeos civilizados. También veo una gran zona de juego infantil con cabañas, pasarelas y columpios de cuerda y madera para amansar al otro tipo de fieras. Realmente, el zoo es un planazo para los niños.

Big Fish

Veo que han abierto las puertas y empieza a llegar la gente así que me dirijo al delfinario, mi zona favorita, y en seguida vienen a buscarme las focas para exhibir todo su repertorio de acrobacias, juegos y gestos pizpiretos.

En ese momento recuerdo perfectamente cuando aún estaba en Barcelona la orca Ulises, a la que trasladaron en el ‘94 a San Diego. Allí fue rebautizada como Shamu, y años más tarde pude verla actuando como la estrella del Sea World californiano (obviamente los americanos no sabían que se llamaba Ulises ni que venía de Barcelona). Recuerdo que esto me indignaba tanto como si me dijeran que habían inventado ellos el pan con tomate. Y es que Ulises, al igual que Copito de Nieve, forma parte de la historia de los barceloneses no millenials y de un tiempo que, no por ser pasado fue mejor, pero que por irrepetible se convierte en especial y cobra el aura propia de las leyendas.

El zoo de mi infancia no es el de hoy, ni tiene sentido que lo sea. Porque hoy somos diferentes. Hemos sobrevivido a la muerte de Chanquete y Copito de Nieve y también a la burbuja de Internet y a las hipotecas subprime. Entiendo que a muchos no les guste la idea de tener a los animales encerrados para que nosotros pasemos un domingo en familia, pero conocer en vivo y en directo a las especies ejerce una función didáctica y de concienciación necesaria. E, insisto, sirve también como cura de humildad, porque al salir de ahí dudas de si la fauna alienada que transita por la ciudad en camisa y pantalón es más respetable que las fieras.

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mm
No te tomes tan en serio, nadie más lo hace.