Seguro que alguna vez has leído la palabra “serendipia” en algún sobre de azúcar y has sonreído sin saber muy bien qué era. Pues bien: la serendipia es una antigua palabra persa que significa “ descubrimiento de algo afortunado”. Uno que aparece sin avisar cuando llegas a un lugar determinado. Pero también uno de los nombres que en su momento tuvo Sri Lanka, esa isla a la que, a diferencia de los portugueses que llegaron buscando especias, yo vuelo para sorprenderme  con sus templos y palmeras.

O incluso con mi propia serendipia.

¿Quieres Budas? No te preocupes

Colombo es a Sri Lanka lo que un portero a una discoteca: tienes que pasar por ella sí o sí. Una ciudad que no conviene alargar más de un día y que destaca por su barrio musulmán, edificios coloniales o una Lotus Tower que aún no sabe muy bien qué hace ahí, entre tanto humo. Curiosa, pero sin más.

Y es que mi objetivo, realmente, es el Triángulo Cultural, un conjunto de highlights históricos atrapados en una selva eterna. De hecho Sigiriya, esa gran roca resultado de la suma del Machu Picchu y la Ciudad Encantada de Cuenca, es lo mejor que puede pasarle a tu feed de Instagram. Un ascenso a través de pinturas rupestres y garras de león que resulta ser un zoológico sin quererlo: pavos reales, monos, mangostas, puercoespines, lagartos, perros y hasta un cartel que dice ¡Cuidado con el cocodrilo de la charca! Vamos, que solo falta que el tiranosaurio rex salga de la selva en algún momento escupiendo una pierna de cabra.

Sí, Sri Lanka es un vergel viviente. Uno tranquilo gracias a la influencia del budismo que se respira en antiguas ciudades imperiales como Anuradhapura o Polonnaruwa. Esta última, por ejemplo,  se trata de un enorme yacimiento donde los fieles depositan velas y barritas de incienso a los pies del Buda Dormido. Todo ello por no olvidarnos de Dambulla, un fascinante templo excavado en la montaña donde conocer la entrada correcta es esencial si no quieres andar 1 kilómetro descalzo.

¡Dientes, dientes!

Por si el Triángulo Cultural no fuese suficiente para contentar al budista que hay en ti, Kandy completa el ascenso al Nirvana. El corazón cultural de Sri Lanka es una ciudad asomada a un lago que gira en torno a su gran atracción: un Templo del Diente donde reposa uno de los caninos del Maestro traído años ha en el pelo de una princesa india.

Religiosa y sanota (aquí encontrar tabaco es más difícil que un calcetín en una de las casas de Marie Kondo), Kandy es también un buen lugar para visitar elefantes. O al menos, para pasear junto a ellos en orfanatos como Millenium Elephant Foundation, uno de esos lugares que, a pesar de cumplir con su filosofía Mr. Wonderful, te recuerdan que siempre será mejor visitar a estos animales en su hábitat natural. . .

Si Kandy es una vieja dama, Ella es una adolescente locuela. Un pueblo hippie rodeado de plantaciones de té al que se accede a través de la considerada como ruta en tren más bonita del mundo. Preciosa. . .  y variopinta, ya que en su interior te encuentras con gente de todo tipo: ancianas que te leen la mano, monjas budistas que no aceptan hombres en su mismo asiento o vendedores de plátanos más flexibles que mi profesor de yoga.

Porque, y este es un dato importante, los transportes constituyen un gran pulmón social en Sri Lanka. Lugares donde las gentes con las sonrisas más puras que he visto están dispuestos a apretarse más para que tú te sientes, contarte un chiste con mímica o preguntarte por qué aún no te has casado. Personas pacíficas que te contagian sus sonrisas sin que te des cuenta. Que te recuerdan que la vida puede ser más sencilla.

Mirissa era una fiesta

Tras descender de las Tierras Altas en un autobús (o el Dragon Khan, ya no estoy seguro) llego a Mirissa, cuna de playas secretas, fiestas remember y hasta, sí, hamburguesas. Porque el rice & curry y otras picantes sugerencias están bien, pero tengo que confesar que alguna noche soñé con croquetas.

Rebosante de palmeras, puestos de cocos y pescadores locales con los que compartir un whisky, la costa sureste de Sri Lanka reúne playas maravillosas que aparecen hasta de debajo de las piedras, literalmente, en lugares como Galle. El primer puerto europeo de la isla donde grandes murallas protegen un pueblo colonial de lo más cuqui.

A lo tonto han pasado tres semanas y para cuando regreso en bus a una ciudad de Colombo donde todo empezó, descubro que algo en mí ha cambiado. Ya no hay plato picante que mi estómago no aguante ni playa que aún no suene en mis oídos.

De repente, un ceilandés vuelve a preguntarme a donde voy, de donde vengo. Sin móviles ni prisas de por medio. Tras horas de viaje, hablamos de la vida, soltamos una última risa y me da la mano antes de bajarme del autobús. Solo entonces  descubro mi gran “serendipia”.

Porque yo vine buscando playas y budas gigantes, sí.

Pero he vuelto sonriendo más que nunca.

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Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.