Nena, ¿pero qué hay en Islandia? Un viaje de cielos lisérgicos, bipolaridades geológicas y mochilas solitarias.

¿Cuál es el momento exacto en el que nuestra cabeza entra en bucle pensando en el próximo destino a visitar? Quizá el círculo comienza cuando escuchamos la historia de un amigo, al ver un artículo en algún blog, una foto en el Instagram del afortunado de turno, o simplemente porque sí. No se sabe cuándo, pero una vez que empieza es imposible pararlo.

Y eso es lo que sucede si por casualidad te cruzas con una foto de las ya tan conocidas auroras boreales (o luces del norte, para ponerle un deje poético al asunto). En ese preciso instante, el obrero interno que tenemos en la cabeza comienza a taladrar sin parar: “tienes que conocerlas”.

@Diana Robinson
@Diana Robinson

Pasado el fervor inicial, hay que tener en cuenta que son un fenómeno natural errático, basado en varias circunstancias ambientales: noche despejada, cielo negro negrísimo y frío que pone la sangre en cubos como para hacerle un Bloody Mary a Drácula.

Hay muchos lugares donde verlas, y todos pueden ser igual de emocionantes. Pero hay uno que lo tiene todo: Islandia. Naturaleza salvaje, una pasión musical que parece salida de sus volcanes, una contradicción en sus paisajes que sorprende hasta al más bipolar, un pasado vikingo que asegura una población lo suficientemente loca como para hacer divertida la estadía, y muchas pero muchas fotos emblemáticas de “LAS” auroras. Solo hay un punto en contra: ir sola a Islandia puede ser muy caro. Sobre todo alquilando coche. Y ni te cuento si se va en enero, post fiestas, donde juzgando por el interior de la cartera más que Papá Noel parece que haya pasado el Katrina, dejando solo unos pocos y dignos euros de compañía.

¿La solución? Hacer algo que quizá no has hecho nunca en tu vida: autostop. Sacar un dedo que podría cristalizarse de hipotermia al son de “libre soooy, libre soooy”, pero que será el ticket de entrada perfecto a maravillas impensadas. Islandia es el paraíso del autostop y, aunque no lo parezca, de gente viajando sola. No hay madre que pueda sentirse atemorizada porque su hija viaje con desconocidos por allí. La isla no es tan grande y la buena onda abunda. No así los coches en invierno; sin embargo, todo se puede. Lo importante, como diría algún reggaetonero clásico, es dejarse llevar por el flow. Sobre todo si el flow te lleva a unas cascadas escondidas, a un monstruo de fuego activo pero dormido, a glaciares infartantes y a turistas distintos a cualquier parte del mundo.

Si hay algo casi indispensable si se viaja sola, sin mucho presupuesto y con ganas de explorar es descargarse la aplicación de autobuses en straeto.is. En invierno hay pocos servicios y muchas carreteras cortadas. Pero aún así, se puede hacer una buena parte en bus y otra en autostop si se desea. Los pueblos suelen ser muy pequeños en el interior de la isla, por lo que hay que tener pensado dónde dormir si queremos pasar la noche allí. O tener pensado el texto que irá en la placa cuando nos encuentren momia. Ok, convencida, compré las maravillas de Islandia. ¿Y ahora qué, maja?

Una foto publicada por Visit Westfjords (@visitwestfjords) el

Paso número uno, comprarse o pedir prestada ropa abrigada. Aunque no hace el frío que podría esperarse en Zombieland, hace frío. Sobre todo de noche, cuando se está a la espera de las luces locas. ¿Siete grados bajo cero te asustan? Prueba con diez. Y mientras armamos la mochila e intentamos meter a presión la tonelada que pesan dos polares y algún que otro térmico más, para ir entrando en tema y empezar a sentir el ritmo de la bulliciosa pero pequeña Reikiavik, podemos poner en Spotify bandas locales como Brimkló, Of Monsters and Men o Snorri Helgason por ejemplo.

Los islandeses en general son fanáticos de la música (y los covers) y lo demuestran muy bien en bares, lobby de hostels o cualquier lugar donde los dejen. Y cual nórdicos españolizados, les gusta ir de bar en bar en su llamado runtur. Y no se quedan ahí, también les encanta bailar. Hombres y mujeres bailan en bares, solos o acompañados, despegándose el frío del cuerpo sin demasiada inhibición. Así que también guardad alguna ropita de noche, para conquistar con las caderas a algún bombón islandés. La mayoría de los bares se concentran en el “centro” y sobre la calle principal, caminando un par de cuadras pueden visitarse todos.

Post runtur, viene el run run de la barriga vacía. Para los amantes de la gastronomía exótica, también hay lugar. Desde ballena (rompe corazones ecologistas) hasta tiburón (asquerosamente intragable), Islandia es un buen lugar para preparar el estómago y abrirse a nuevas experiencias culinarias. Es caro, pero se puede comer por poco si se busca, o abrazar la idea del picnic comprando en supermercados Bonus.

Pero a lo que vinimos: las auroras. En mi caso particular, después de una semana en Islandia no pude ver ni una mísera luz. None. Res. Niente. Ni una escasa luminiscencia verde, ni un refucilo, ni un amague de felicidad. Sólo un cielo que no llegaba a ser lisérgico ni mucho menos. Nada que mi retina ni mi cámara pudiera captar.

Era cuestión de suerte, lo sabía desde un principio. Pero yo la tuve, y mucho. Islandia es tierra de experiencias tan infinitas como sus cascadas, donde puedes conocer gente increíble en cada rincón, descubrir que uno puede estar perdido y solo en medio de la nieve sin sensación de miedo ni aburrimiento, ser la primera persona a la que le roban su mochila y se la devuelven cinco horas más tarde (la gente buena existe, recuérdalo), o darte cuenta de que para viajar sola se necesita valentía pero los resultados, aún sin demasiados planes ni rutas preparadas, la mayoría de las veces solo dejan buenas recompensas.

Mi tío decía que siempre hay que dejar algo pendiente para tener una excusa para volver a cumplirlo y sentir ese saborcito a victoria que solo deja lo logrado. Y eso es lo que me dejó Islandia: la cuenta pendiente de volver.

Aunque no me guste repetir lugares porque el mundo es demasiado grande como para hacerlo, el obrero sigue taladrando: “Auroras, tienes que conocerlas”. Y sé que no va a parar hasta conseguirlo.

¿Cuál es el momento exacto en el que nuestra cabeza entra en bucle pensando en el próximo destino a visitar? Quizá el círculo comienza cuando escuchamos la historia de un amigo, al ver un artículo en algún blog, una foto en el Instagram del afortunado de turno, o simplemente porque sí. No se sabe cuándo, pero una vez que empieza es imposible pararlo.

Y eso es lo que sucede si por casualidad te cruzas con una foto de las ya tan conocidas auroras boreales (o luces del norte, para ponerle un deje poético al asunto). En ese preciso instante, el obrero interno que tenemos en la cabeza comienza a taladrar sin parar: “tienes que conocerlas”.

@Diana Robinson
@Diana Robinson

Pasado el fervor inicial, hay que tener en cuenta que son un fenómeno natural errático, basado en varias circunstancias ambientales: noche despejada, cielo negro negrísimo y frío que pone la sangre en cubos como para hacerle un Bloody Mary a Drácula.

Hay muchos lugares donde verlas, y todos pueden ser igual de emocionantes. Pero hay uno que lo tiene todo: Islandia. Naturaleza salvaje, una pasión musical que parece salida de sus volcanes, una contradicción en sus paisajes que sorprende hasta al más bipolar, un pasado vikingo que asegura una población lo suficientemente loca como para hacer divertida la estadía, y muchas pero muchas fotos emblemáticas de “LAS” auroras. Solo hay un punto en contra: ir sola a Islandia puede ser muy caro. Sobre todo alquilando coche. Y ni te cuento si se va en enero, post fiestas, donde juzgando por el interior de la cartera más que Papá Noel parece que haya pasado el Katrina, dejando solo unos pocos y dignos euros de compañía.

¿La solución? Hacer algo que quizá no has hecho nunca en tu vida: autostop. Sacar un dedo que podría cristalizarse de hipotermia al son de “libre soooy, libre soooy”, pero que será el ticket de entrada perfecto a maravillas impensadas. Islandia es el paraíso del autostop y, aunque no lo parezca, de gente viajando sola. No hay madre que pueda sentirse atemorizada porque su hija viaje con desconocidos por allí. La isla no es tan grande y la buena onda abunda. No así los coches en invierno; sin embargo, todo se puede. Lo importante, como diría algún reggaetonero clásico, es dejarse llevar por el flow. Sobre todo si el flow te lleva a unas cascadas escondidas, a un monstruo de fuego activo pero dormido, a glaciares infartantes y a turistas distintos a cualquier parte del mundo.

Si hay algo casi indispensable si se viaja sola, sin mucho presupuesto y con ganas de explorar es descargarse la aplicación de autobuses en straeto.is. En invierno hay pocos servicios y muchas carreteras cortadas. Pero aún así, se puede hacer una buena parte en bus y otra en autostop si se desea. Los pueblos suelen ser muy pequeños en el interior de la isla, por lo que hay que tener pensado dónde dormir si queremos pasar la noche allí. O tener pensado el texto que irá en la placa cuando nos encuentren momia. Ok, convencida, compré las maravillas de Islandia. ¿Y ahora qué, maja?

Una foto publicada por Visit Westfjords (@visitwestfjords) el

Paso número uno, comprarse o pedir prestada ropa abrigada. Aunque no hace el frío que podría esperarse en Zombieland, hace frío. Sobre todo de noche, cuando se está a la espera de las luces locas. ¿Siete grados bajo cero te asustan? Prueba con diez. Y mientras armamos la mochila e intentamos meter a presión la tonelada que pesan dos polares y algún que otro térmico más, para ir entrando en tema y empezar a sentir el ritmo de la bulliciosa pero pequeña Reikiavik, podemos poner en Spotify bandas locales como Brimkló, Of Monsters and Men o Snorri Helgason por ejemplo.

Los islandeses en general son fanáticos de la música (y los covers) y lo demuestran muy bien en bares, lobby de hostels o cualquier lugar donde los dejen. Y cual nórdicos españolizados, les gusta ir de bar en bar en su llamado runtur. Y no se quedan ahí, también les encanta bailar. Hombres y mujeres bailan en bares, solos o acompañados, despegándose el frío del cuerpo sin demasiada inhibición. Así que también guardad alguna ropita de noche, para conquistar con las caderas a algún bombón islandés. La mayoría de los bares se concentran en el “centro” y sobre la calle principal, caminando un par de cuadras pueden visitarse todos.

Post runtur, viene el run run de la barriga vacía. Para los amantes de la gastronomía exótica, también hay lugar. Desde ballena (rompe corazones ecologistas) hasta tiburón (asquerosamente intragable), Islandia es un buen lugar para preparar el estómago y abrirse a nuevas experiencias culinarias. Es caro, pero se puede comer por poco si se busca, o abrazar la idea del picnic comprando en supermercados Bonus.

Pero a lo que vinimos: las auroras. En mi caso particular, después de una semana en Islandia no pude ver ni una mísera luz. None. Res. Niente. Ni una escasa luminiscencia verde, ni un refucilo, ni un amague de felicidad. Sólo un cielo que no llegaba a ser lisérgico ni mucho menos. Nada que mi retina ni mi cámara pudiera captar.

Era cuestión de suerte, lo sabía desde un principio. Pero yo la tuve, y mucho. Islandia es tierra de experiencias tan infinitas como sus cascadas, donde puedes conocer gente increíble en cada rincón, descubrir que uno puede estar perdido y solo en medio de la nieve sin sensación de miedo ni aburrimiento, ser la primera persona a la que le roban su mochila y se la devuelven cinco horas más tarde (la gente buena existe, recuérdalo), o darte cuenta de que para viajar sola se necesita valentía pero los resultados, aún sin demasiados planes ni rutas preparadas, la mayoría de las veces solo dejan buenas recompensas.

Mi tío decía que siempre hay que dejar algo pendiente para tener una excusa para volver a cumplirlo y sentir ese saborcito a victoria que solo deja lo logrado. Y eso es lo que me dejó Islandia: la cuenta pendiente de volver.

Aunque no me guste repetir lugares porque el mundo es demasiado grande como para hacerlo, el obrero sigue taladrando: “Auroras, tienes que conocerlas”. Y sé que no va a parar hasta conseguirlo.

mm
Impuntual sin rehabilitación y dueña de una risa delfín poco disimulable, soy una 4x4 que camina sobre cualquier terreno y si es empinado mejor. Me gusta leer, el arte en todas sus formas, las empanadas y la cerámica. Pero lo que más, más amo en la vida es viajar. Ah, mi palabra comodín es zarlanga. Siempre queda bien en una frase.