Entras en una habitación, las puertas se bloquean. Estás encerrado. Tienes una hora para recopilar las pistas que te permitan salir del recinto. Se trata de las room escape, un juego de rol en vivo para hacer en familia o con amigos. Una actividad ideal para trabajar en equipo (o no) y sacar lo mejor (ejém…) de cada uno.

Aviso: este artículo se basa en hechos reales. Por respeto a los vivos se han cambiado los nombres de los protagonistas (excepto el del propietario); por respeto a los muertos se ha contado todo tal y como ocurrió.

Parte 1: hoy haremos algo distinto

Éramos cinco, pero solo uno de nosotros, el responsable de la reserva, sabía más o menos a lo que íbamos. Quedamos en la calle Amílcal, 146 de Barcelona. Nos esperaba Frank, el propietario de un local de entrada anodina. Fue al grano, acabábamos de ser elegidos para poner a prueba una infraestructura crucial para un futuro tirando a apocalíptico al que estamos abocados por culpa de contaminación y el terrorismo. Resumiendo, que nos iba a encerrar en un piso bajo tierra decoradito con gracia para la ocasión y que teníamos una hora para resolver enigmas y superar retos de observación e ingenio que nos permitieran encontrar la llave que nos sacaría de allí. Sí, estábamos a punto de participar en un Room Escape. 

Las room escape llegaron a Barcelona hace unos tres años. El formato había surgido en Budapest, Hungría, y se basaba en la Teoría del Flow del psicólogo Muhály Csíkszentmihályi (aquí Wikipedia para contártelo mejor).

Actualmente, en la capital catalana ya hay más de una docena de salas y la afición va en aumento. La Room Escape de Frank solo lleva tres meses en marcha, “estuvimos un año diseñando la actividad para que fuera perfecta, tres meses construyéndola y otros tres testeándola.”

Había llegado la hora. Después de las instrucciones de Frank, tocaba abrir una puerta y entrar a un mundo nada anodino.

Parte 2: nunca te encierres en una habitación con cinco amigos sin suficiente alcohol

Estábamos los cinco, amigos de toda la vida, encerrados en un espacio grande. Un reloj marcaba la cuenta atrás. ¿Por dónde teníamos que empezar? Frank nos había dejado claro que lo mejor era dividirse las tareas. Pero ahora estábamos en otra realidad y el mundo exterior nos parecía muy lejano. Sí, no negaré que lo intentamos, pero al minuto era fácil ver hacia dónde irían los tiros. Marta y Joan se habían erigido por generación espontánea en líderes o, más bien, en histéricos que corrían como pollos sin cabeza de una habitación a la otra. Yo me lo había tomado con calma. No soy la más lista de la familia y asumí que mi papel era la de doctor Watson: ir por allí, trabajar a la sombra y recopilar información para que los genios la pudieran descifrar. No es que compilase mucha. Ingrid se había obsesionado en encontrar el sentido a la única cosa inútil de aquella instalación. Tenía mérito, ya que como nos explicó Frank, no había nada al azar en aquellas salas, “muchas cosas que no aportan información pueden despistar”. ¿Y, Jordi? ¿Qué hacía, Jordi?

Según la experiencia de Frank, “la desesperación hace que la gente intente realizar cosas que resultan mágicas. En el mundo real nunca se te pasaría por la cabeza hacerlas”. Debo reconocer que, en nuestro caso, mágico era un eufemismo para no decir ridículas. Hubo gritos y hasta forcejeos entre pollos decapitados para hacerse con una de las pistas. Pero todos compartíamos un objetivo, formar parte del 60% que encuentran la llave. Y lo logramos. No solo salir, sino mantener nuestra amistad intacta (o eso creemos. Yo, desde entonces, no veo igual a los pollos).

Parte 3: ¿repetimos?

Volvimos a la realidad con la adrenalina que nos supuraba por todos los poros. A cuatro de cinco nos había encantado y queríamos repetir. Detrás nuestro, una madre y sus dos hijos estaban listos para experimentar lo mismo que nosotros. Antes que nosotros, había pasado un grupo de matemáticos que se dedican a poner a prueba sus capacidades de sala en sala en Barcelona. “Hay equipos que tienen blogs y puntúan las diferentes ofertas”.

Como en el rugby, las room escape también tienen su tercer tiempo. Ya en el bar, con una cerveza delante, reconstruimos la aventura. Cada uno la había vivido de un determinado modo y aportaba a la experiencia una pieza del puzle. Cuatro de cinco estábamos eufóricos. Tal vez nos podríamos apuntar a la primera liga nacional Room Escape…  

Aún no sabemos qué hacía Jordi.

Aviso: este artículo se basa en hechos reales. Por respeto a los vivos se han cambiado los nombres de los protagonistas (excepto el del propietario); por respeto a los muertos se ha contado todo tal y como ocurrió.

Parte 1: hoy haremos algo distinto

Éramos cinco, pero solo uno de nosotros, el responsable de la reserva, sabía más o menos a lo que íbamos. Quedamos en la calle Amílcal, 146 de Barcelona. Nos esperaba Frank, el propietario de un local de entrada anodina. Fue al grano, acabábamos de ser elegidos para poner a prueba una infraestructura crucial para un futuro tirando a apocalíptico al que estamos abocados por culpa de contaminación y el terrorismo. Resumiendo, que nos iba a encerrar en un piso bajo tierra decoradito con gracia para la ocasión y que teníamos una hora para resolver enigmas y superar retos de observación e ingenio que nos permitieran encontrar la llave que nos sacaría de allí. Sí, estábamos a punto de participar en un Room Escape. 

Las room escape llegaron a Barcelona hace unos tres años. El formato había surgido en Budapest, Hungría, y se basaba en la Teoría del Flow del psicólogo Muhály Csíkszentmihályi (aquí Wikipedia para contártelo mejor).

Actualmente, en la capital catalana ya hay más de una docena de salas y la afición va en aumento. La Room Escape de Frank solo lleva tres meses en marcha, “estuvimos un año diseñando la actividad para que fuera perfecta, tres meses construyéndola y otros tres testeándola.”

Había llegado la hora. Después de las instrucciones de Frank, tocaba abrir una puerta y entrar a un mundo nada anodino.

Parte 2: nunca te encierres en una habitación con cinco amigos sin suficiente alcohol

Estábamos los cinco, amigos de toda la vida, encerrados en un espacio grande. Un reloj marcaba la cuenta atrás. ¿Por dónde teníamos que empezar? Frank nos había dejado claro que lo mejor era dividirse las tareas. Pero ahora estábamos en otra realidad y el mundo exterior nos parecía muy lejano. Sí, no negaré que lo intentamos, pero al minuto era fácil ver hacia dónde irían los tiros. Marta y Joan se habían erigido por generación espontánea en líderes o, más bien, en histéricos que corrían como pollos sin cabeza de una habitación a la otra. Yo me lo había tomado con calma. No soy la más lista de la familia y asumí que mi papel era la de doctor Watson: ir por allí, trabajar a la sombra y recopilar información para que los genios la pudieran descifrar. No es que compilase mucha. Ingrid se había obsesionado en encontrar el sentido a la única cosa inútil de aquella instalación. Tenía mérito, ya que como nos explicó Frank, no había nada al azar en aquellas salas, “muchas cosas que no aportan información pueden despistar”. ¿Y, Jordi? ¿Qué hacía, Jordi?

Según la experiencia de Frank, “la desesperación hace que la gente intente realizar cosas que resultan mágicas. En el mundo real nunca se te pasaría por la cabeza hacerlas”. Debo reconocer que, en nuestro caso, mágico era un eufemismo para no decir ridículas. Hubo gritos y hasta forcejeos entre pollos decapitados para hacerse con una de las pistas. Pero todos compartíamos un objetivo, formar parte del 60% que encuentran la llave. Y lo logramos. No solo salir, sino mantener nuestra amistad intacta (o eso creemos. Yo, desde entonces, no veo igual a los pollos).

Parte 3: ¿repetimos?

Volvimos a la realidad con la adrenalina que nos supuraba por todos los poros. A cuatro de cinco nos había encantado y queríamos repetir. Detrás nuestro, una madre y sus dos hijos estaban listos para experimentar lo mismo que nosotros. Antes que nosotros, había pasado un grupo de matemáticos que se dedican a poner a prueba sus capacidades de sala en sala en Barcelona. “Hay equipos que tienen blogs y puntúan las diferentes ofertas”.

Como en el rugby, las room escape también tienen su tercer tiempo. Ya en el bar, con una cerveza delante, reconstruimos la aventura. Cada uno la había vivido de un determinado modo y aportaba a la experiencia una pieza del puzle. Cuatro de cinco estábamos eufóricos. Tal vez nos podríamos apuntar a la primera liga nacional Room Escape…  

Aún no sabemos qué hacía Jordi.

mm
Solo llego puntal cuando voy al cine, no sé resistirme a un mal plan y soy tan inútil orientándome que me perdería en mi propio museo. Espero que algún día declaren las patatas chips pilar de la dieta mediterránea. Me acompaña un ratón vaquero de nombre Cowmouse.