Algunos lo llaman ser un poco rata, yo lo llamo ceñirse al coste de oportunidad. Pero siempre hay riesgos, y hay veces en las que uno no calcula muy bien y un viaje puede ponerse cuesta arriba.

Me encanta Lisboa. Es, fácilmente, mi ciudad europea favorita. Me parece mucho más romántica que París (a la que siempre se le ha atribuído este adjetivo), y tiene esta decadencia en sus calles que la hacen tan auténtica e irresistible. Puede sonar incoherente, pero como decía Fernando Pessoa: “La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía.”

Le tengo este amor tan especial desde la primera y única vez que he ido a visitarla… en unas vacaciones de verano universitarias con mi mejor amiga.

Descanso necesitado

Después de pasar tres días en un festival de música que se celebraba en Lisboa, nos quedamos en la ciudad visitando los alrededores. Sabíamos que si lo único que recordábamos de nuestro viaje a Portugal eran cuatro escenarios en medio de un descampado, se nos iba a caer la cara de vergüenza.

Nuestra idea de descanso fue ‘apasionante’: nos pasamos dos días enteros metidas en el hotel viendo MTV con subtítulos en portugués, mientras nos alimentábamos exclusivamente de palomitas y de chocolate. Nos enganchamos muy fuerte a la trágica historia de un señor que vivía con miles de ratas y que tenía que deshacerse de ellas porque se estaban comiendo su casa. Contenido que te llega al corazón, de verdad.

Para recuperar el tiempo perdido, y no sentirnos como deshechos humanos, nos pusimos a hacer una serie de visitas de día. Decidimos ir a pueblos de interés que quedaban a un solo trayecto de bus a la redonda: Cascais, Sintra… Aún nos quedaban unos cuantos meses de MTV en portugués para coger la confianza de comunicarnos y hacer transbordos.

Camino a Sintra

Sintra es un pequeño pueblo costero: mitad turistas, mitad cuestas. Su principal atracción es un palacio de colorines situado en la cumbre más alta de las montañas que rodean el pueblo, llamado ‘Palacio da Pena’. Una especie de castillo Disney pintado por Agatha Ruiz de la Prada.

Dicho así suena fatal, pero ¡sí que es un sitio peculiar! Además, el pueblo en sí, a pesar de estar abarrotado en los meses de verano, tiene este encanto de los pueblos atlánticos. Además, le su gastronomía, un poco inflada de precio por el turismo, pero riquísima.

Viajando en época de estudiante, y sin unos padres dispuestos a financiarte los caprichos, la contabilidad hay que mantenerla a raya. Habiendo estudiado empresariales, mi amiga y yo teníamos unas ideas muy claras sobre el presupuesto que teníamos y sobre el coste de oportunidad.

Por eso mismo, aunque lo normal es subir al palacio en un autobús, para reducir gastos decidimos subir caminando. Unas cuantas horas cuesta arriba, en pleno julio en el sur de Portugal. No me acuerdo la cuenta exacta de cuánto tiempo fue, ni de cuantas veces quisimos morir. A cada curva aparecía una cuesta que iba más arriba. Pasamos un buen rato hablando de cuántos cafés teníamos que haber sacrificado por coger ese bus. Podíamos vivir sin unos cuantos cafés.

El bus no hace más paradas en el medio, así que una vez empezados no hay posibilidad de cambiar de opinión. Las guías de viajes te hablan sobre la existencia del autobús, pero no de que no hace paradas para recoger a gente que no sabe tomar buenas decisiones en su vida por el camino.

Y es duro subir esa cuesta, pero más duro es ver a autobuses pasar, que se restriegan como aquel que se para a comer en frente de las cristaleras de un gimnasio. A cada bus que pasaba, unos 60 pares de ojos se nos clavaban mirándonos como si fuéramos elefantes comiéndose su propia caca.

Llegamos a la cima. Lo habíamos conseguido

Y entonces lo vimos. ¿Cómo no lo habíamos pensado antes? ¿Cómo no lo habíamos visto venir? ¿Qué se nos pasaba por la cabeza? La entrada al castillo costaba 14 euros, casi tres veces lo que el bus al que acabábamos de renunciar: un dinero que no entraba en nuestro presupuesto.

Nos planteamos el dilema: ¿vamos a ver un castillo o cenamos bien esta noche? Hubo un silencio. No estoy segura, pero juraría que más que un ‘silencio pensante’ aquello fue un ‘silencio de vergüenza’ al admitir que preferíamos comer bien a ver un castillo. Es muy injusto preguntar eso a dos personas que acaban de caminar cuatro kilómetros cuesta arriba con el estómago vacío.

Aceptamos nuestro destino, aquel no era nuestro día. Y por supuesto, no había forma de que después de aquello fuésemos a coger un bus para bajar. Llegados a este punto es una cuestión de honor y dignidad. Así que marchamos cuesta abajo, con dos llagas por pie y disipando la crisis existencial que estábamos sufriendo hablando de lo que íbamos a cenar.

Y cómo cenamos esa noche. Dos platos cada una, como las personas adultas. En Portugal no escatiman en porciones, y la Alfama está llena de pequeñas joyas de restaurantes/cafeterías hipsters y acabamos en uno al que volveríamos la noche antes de irnos.

© Ainhoa Marzol

Saudade por Lisboa

El que por unas horas sentía como el peor día de mi vida acabó, literalmente, con un buen sabor de boca. Ahora, con la madurez que me han dado los años -no muchos, pero algunos-, me doy cuenta que quizás hubiese merecido la pena dejar de tomar café unos pocos días por entrar en el ‘Palacio da Pena’. De todas formas, el bonito recuerdo de los cinco minutos que pasamos en la puerta de la entrada no nos lo quita nadie. Y las ganas de volver a Lisboa a comer tampoco.

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Vascatalana millennial y orgullosa de defender a una generación de obsesos de los aguacates. Digo que lo amo y lo odio todo intensamente desde la cómoda posición que me da estar en una constante edad del pavo.