Un día me cansé del frío de París y corrí, corrí todo lo que pude hacia el sur hasta perder el sentido de la orientación cuando llegué a un desierto con las playas más bonitas que había visto nunca. Algunos lo llaman Almería e insisten en que es una provincia de España, pero a mí me sigue pareciendo otro planeta.

De Calar Alto al Sistema Solar

Lo dicho, corro y corro (porque no tengo carné y decir que voy en autobús no queda tan épico). Después hago autostop hasta Barcelona, bailo El Caloret en las Fallas de Valencia y cojo unos cuantos pimientos prestados de la huerta murciana, pero a partir de ahí, no sé si por el cansancio o el exceso de betacaroteno, llego a una zona en la que me pierdo olvidando mi destino, si es que una vez lo tuve.

Es de noche, y yo, con mis pintas de Bruce Willis al final de Jungla de Cristal, miro hacia arriba y veo estrellas, cientos de ellas. Al bajar la mirada solo veo luz en una montaña, donde un cartel indica Calar Alto y un muchacho muy amable me dice que por qué no subo a “echarle un ojo al espacio exterior” a través del que es uno de los observatorios astronómicos más importantes de Europa. Además, el científico me explica que nos encontramos en la Sierra de los Filabres y que aquí los cielos están protegidos para poder estudiarlos mucho mejor.

Tras tomar un bocado en la terraza lounge del observatorio me dispongo a ascender a las alturas, donde voy a estar durante dos horas. En la cima de Calar Alto, protegido en una de sus cúpulas espaciales, sientes que has olvidado las nociones del espacio y el tiempo, que solo quedas tú y unos planetas camuflados en un cielo tan lleno de estrellas, de astros que aún no se alinean, que en algún momento piensas que va a aparecer Esperanza Gracia para leerte el futuro. Desde mi posición puedo observar Venus, Júpiter o Saturno, la nebulosa; un mapa espacial alucinante. . . y de repente sucede algo, un trance, un nuevo Big Bang, la cueva en la que se metió Alicia buscando al Conejo Blanco, el cansancio, no lo sé, pero mi mente viaja a otro lugar.

Para cuando me doy cuenta descubro que no me he despedido de nadie en el observatorio y que ha comenzado a amanecer. Unos pájaros que nunca antes había visto se posan en un cartel que pone Desierto de Tabernas medio borrado; al parecer no estoy solo en este nuevo lugar y sigo en España, aunque no estoy tan seguro. Aquí la tierra parece teñirse de un color negro volcánico, el cielo es de un azul tan claro que sonríes sin darte cuenta, la brisa te mece y creo que también me ha salido un ojo de  pollo en el pié, pero yo sigo, porque la intuición me dice que estoy cerca de algo aún más grande.

Y tú  pensando en irte a  Cancún…

Tras andar por este paisaje inhóspito veo una laguna de flamencos, junto a un pueblo pequeñito en el que al parecer no queda nadie. Junto al mismo, una enorme playa se extiende hasta unos acantilados abruptos, y a mi, que soy un beach seeker en potencia, me puede un baño en pleno mes de abril. Y nado, y los peces me hacen cosquillas en los pies, y una mujer con cola me arrastra hasta una tierra puntiaguda llamada Arrecife de las Sirenas, donde si metes la cabeza puedes ver peces de colores, estrellas de mar y corales (tú que puedes, tráete el equipo de buceo). Al elevar la vista descubro un faro sin farero. Y entonces ella me susurra al oído que me encuentro en un lugar llamado Cabo de Gata.

Nadando llego a la playa de Barronal, tal y cómo indica otro cartel, un lugar lejos del sistema en el que incluso puedo estar sin bañador (se acabó eso de buscar el lugar más marginal de la playa buscando hacer naturismo). A todo esto, y a pesar del tiempo transcurrido, no tengo hambre, ni sed, creo que este lugar me ha vuelto un ser más espiritual.

Al amanecer abandono la playa para mover un poco el cuerpo y adaptarme a esta nueva tierra. Sorteo caminos en los que apenas me caben los dos pies (con olas embravecidas, gaviotas y escaleras talladas por algún nómada en la roca), atravieso cuevas fascinantes y retomo el senderismo tras muchos años hasta verla allí, tan perdida que no tiene ni carteles.

Una playa aún más grande, en la que poder formar croquetas en sus dunas, donde sentarte a no esperar nada y en la que una moto de agua sería lo más cercano a enviar un MacBook a la Edad Media. Una playa tan secreta que no merece ser desvelada a fin de que vosotros, viajeros, dejéis a un lado el GPS y saquéis a relucir el alma de boy scout que lleváis dentro mientras mordéis un trozo de hinojo.

Avanzo cauteloso, pues a pesar de encontrarme en tan paradisíaca playa vivo con el miedo de ver la Estatua de la Libertad semi sepultada y a Charlton Heston gritando aquello de ¡Maníacos! Pero no, aquí no hay simios, ni facturas, ni codazos en el autobús, ni sábados por la tarde en Ikea. Solo hay paz, tierra y agua.

De cañas por un planeta llamado Cabo de Gata

Pero tanta paz a veces también agota, aunque no lo creáis. Y es entonces cuando uno se pregunta si habrá chiringuitos en este planeta o si también los habitantes de este lugar cazarán Pokémons. Tan motivado (y bronceado, of course) abandono mi condición de cabra montesa y me dispongo a ir hacia el este, donde de repente veo unas motas blancas en mitad del desierto.

Delante de las casitas blancas hay otro cartel, San José, un pueblo con mucho encanto en el que otros terrícolas visten con pantalones hippies, compran artesanía en tiendas boho-chic y toman cañas en las terrazas.

¿Cañas? ¡Sí, cañas!

Eso lo cambia todo.

– ¡Una aquí, por favor! – digo agotado, dejándome caer en una terracita. Cinco minutos después una amable mujer con acento entre andaluz y murciano me deja en la mesa un plato de gallo pedro, un delicioso pescado frito que acompaño con cañitas y tapas varias. Solo entonces se confirma que, realmente, nunca me fui de España, que todo este tiempo estuve en la provincia de Almería, más concretamente por el Parque Natural de Cabo de Gata. Y uno, que vive obsesionado con visitar las playas de México, los cielos de Atacama y los pueblos de una isla griega se siente un poco ñu al darse cuenta de que no tan lejos existía un paraíso oculto.

Porque así es como debería ser cualquier planeta en el que vivir dentro de 3 mil años o, por el momento, la luz al final del túnel de la rutina: un lugar de volcanes dormidos, casitas blancas y playas para ti solo.

No creas a la NASA. Créeme a mí y vete a Almería en Semana Santa.

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Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.