Montañas de ropa más altas que El Teide, batallas campales por packs de calcetines y jerséis básicos. Los dependientes desafiantes y poco comprendidos. El infierno en vida. SALES ARE HERE.

Cuando aún tu economía no se ha recuperado del derroche palaciego de las épocas navideñas, las rebajas ya están tocando la puerta de tu casa. En mi caso personal, todo se ha entremezclado y adelantando un poquito bastante. Me fui unos días a Londres con dos amigos para celebrar allí la Nochevieja y nos pillaron las rebajas. Y claro, entre el frío glacial y que a las cuatro y media ya era de noche, no nos pareció tan mala opción fundir la tarjeta de crédito por todas las tiendas. Esta ebullición extrasensorial tocó techo cuando nos iluminó el cartel colosal del musical de Aladdin. O el de Wicked. Ah y la película maravilla hecha musical: Matilda.

¿Qué “te hace falta”?

Vuelta a la realidad, y subsistiendo a base de arroz hervido hasta final de mes, toca proseguir con las rebajas en el territorio patrio. Con tantas promociones que se repiten varias veces al año, has llegado a la conclusión de que existen las prebajas, las rebajas, las bajas y las postbajas. Ya no sabes qué está en promoción, ni qué es de temporada y, encima, las tiendas te marean cambiando el orden de los pasillos. Posiblemente cuando llegues a caja, te des cuenta que te has comprado dos camisetas (in)necesarias y “new collection”.

Decides ir de rebajas, prefieres ir tu solo a enfrentarte a las manadas de señoras que blindan las puertas. Bastante tienes con lidiar con una gran batalla para que encima tu madre te esté aconsejando sobre unos pantalones. No eres capaz de gestionar tanto estrés. Así que para el año que viene, sé avispado y deja que Amazon haga el resto. O simplemente pasa. Puedes reinventar tu vestuario. Tú eres la moda.

La guerra

Aunque te hayas levantado antes del alba del primer día de rebajas, siempre encontrarás a un grupo de señoras antes de ti. Posiblemente vengan en autobús desde un pueblo de los alrededores. La aventura del Imserso. Una vez dentro, encontrarás pocas prendas que llamen realmente tu atención. Y aquella que es perfecta, como una sudadera básica y de buena calidad, solo estará en dos tallas. Si utilizas la M, pues habrá S o L, XL o L, XS o L. Siguiendo tu búsqueda, encontrar a un dependiente será una tarea ardua y dificultosa.

La fauna se compone por esas señoras que jalan, empujan y desordenan el cajón del remate final hasta incluso caer alguna dentro. Gritos de ¡bruja!, ¡arpía!, ¡andrajosa! provenientes de una mujer que pelea por un bolso de tachuelas a 10 euros, mientras consigues ver a la lejanía al dependiente. El pobre o la pobre se encuentra con los brazos en alto enfrentándose a la muchedumbre: “¡Por favor, no lo voy a repetir, no nos quedan packs de calcetines a tres euros! ¡Mantengan la calma! ¡No nos quedan calcetines!”. Que alguien le lleve con la Hierbas de Aquí no hay quien viva, por favor.

Un poquito de por favor con los dependientes

Si te ha tocado este año empalmar la campaña del Black Friday, la de Navidad y Rebajas, puedes sentirte como un auténtico guerrero de los de antes. Los dependientes veneran un prototipo de buen vendedor, un buen servicio con sus clientes. Pero muchas personas practican la resistencia pasiva ante los pobres dependientes, que solo hacen su trabajo. Lo de los empleados de las tiendas de juguetes ya es otro mundo. Que no te engañen: van directamente a por ti.

Si les preguntas por alguna talla de alguna prenda te dirán que todas las tallas están expuestas allí, señalando una montaña de ropa, a unas tres leguas. Este tipo de dependientes son más bien hostiles. No existe contacto ocular. Parecen animales en cautiverio. Todo esto viene dado, cabe también decir, por las jornadas nocturnas que se pegan montando toda la tienda. Pero si por el contrario te toca la dependienta prototipo de unos grandes almacenes, ten por seguro un buen trato. Aunque no te guste hablar con desconocidas sobre la forma de tu cuerpo.

Colas que ni las del Dragon Khan

Si suena un: “Señores clientes, les recordamos que hay un descuento del 50 % en la planta de lencería y ropa de hogar” tal vez sea una oportunidad de oro para no encontrar colas en los probadores. Pero ni por esas. Ahí sigues en la cola sin esa chaqueta que escondiste al final de la selva amazónica y se la llevaron, te la quitaron. La temperatura se acerca a la del centro del mismo sol, y los olores que se desprenden son más perjudiciales que las flatulencias de las vacas. Si transcurren más de dos minutos, considerarás abandonar la cola. Si vas con tu madre, olvídate de abandonar la cola y prepárate para que te vean desnudo media tienda y España entera.

Llega la hora de pagar y parece que la cosa no mejora. Decides apostar por la caja rápida, pero resulta que en realidad es la lenta. Luego una señora acaba colándose delante de ti metiendo a su hijo a traición. Como para abandonarla. ¿Y si no me dejan volver? Le toca a la señora pagar. Lleva la friolera cifra de 55 prendas y necesita 5 facturas. Pagará en dos veces y, además, hará dos devoluciones por separado y un cambio. Todas transacciones diferentes. Cuando al fin llega tu turno, normal que a la persona de caja se le pase quitarte una alarma. Ahí empieza tu calvario al entrar en cada tienda, donde los cleptómanos son los primeros señalados.

Ajusticiado por la sociedad, prometes que jamás de los jamases volverás al infierno en vida de las rebajas. Y mucho menos a sufrir las colas para llevarte un trapito con restos de maquillaje. Sinceramente, hay colas que merecen mucho más la pena.  

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Corista atarantado, periodista y coleccionista. Ilustrado de la caja tonta de los noventa, amante de los G5 Belts y escéptico del queso. Tráeme patatas fritas un jueves, Cuéntame hará el resto.