Os voy a contar un cuento. Uno que comenzó el día en el que una sirena, llegada de más allá de la fábrica de anticiclones, se propuso conocer las playas de España y decidirse por una de ellas. Lo que no sabía era que elegir el mejor trozo de costa patria entre las Cíes y las Canarias podía convertirse en el más épico de los retos.

Nadando voy, nadando vengo

Hubo una vez una sirena que llegó de más allá de Finisterre. Venía de firmar un contrato con una bruja que le pidió que le dijera cual era la playa más bonita de España. Si lo hacía, le concedería dos deseos: otorgarle dos hermosas piernas y enviarla a un pueblo de la Mancha para casarse con un hombre con buenas tierras. Y la sirena no se lo pensó, abandonó su mundo de posidonias y padres autoritarios y se plantó en unas islas cuyo verdor contrastaba con el azul de unas aguas frías y transparentes. Ella no lo sabía, pero un periodista de The Guardian dijo una vez que ésta, la playa de Rodas de las islas Cíes, era la más bella del mundo.

Foto: Islas Cíes (Jaime González)

La sirena siguió bordeando las Rías Baixas. Surcó playas menos masificadas como Francón y Castiñeiras, las rías en la que hombres pescaban y acantilados moteados de cruceiros. No necesitó ver monumentos, porque la playa de las Catedrales y sus acantilados tallados ya era uno en sí mismo. En Asturias se quedó indignada ante aquella playa que le daba la espalda, Gulpiyuri, que aparecía y desaparecía en mitad de un entorno mágico; después Somo y Berria, en esa maravillosa Cantabria que huele a paz y surf, o el encanto de San Sebastián, donde La Concha y su hipnotismo casi la arrastran hasta la muchedumbre.

Tras dejar atrás el País Vasco comenzó a oír un idioma que no entendía, y le pidió a un pescador que la encerrase en un tanque de agua para llevarla hasta la siguiente playa española. Y acabó en Cadaqués, cuna de Dalí, quien habría estado encantado de incluirla en alguna obra suya; después en Montjoi y Cala Bona, escondida y secreta. Por supuesto, también visitó La Barceloneta, sus guiris y fiestas eternas para luego descender a las calas de Tarragona, a  la Roca Plana y l’Ametlla de Mar, rodeada de pinos y roca.

Finalmente hizo un desvío a Mallorca y terminó perdiéndose entre las cuevas de un fiordo mediterráneo, Torrent de Pareis, hasta llegar a una playa de un azul que ni ella había visto en su vida y que se extendía a Caló des Moro y Mondragó.

Quiero ser parte de él

Menorca se lo puso difícil, porque ya no cabía tanta belleza en forma de calas, y como también era un poco mística se dirigió a la hippie Sa Pedrera y sus estatuas indias sumergidas por el Mediterráneo. Al atardecer se detuvo a escuchar los tambores de Benirrás, y en Cala Comta se dejó arrastrar por el magnetismo de Es Vedrà, ese islote misterioso que haría las delicias de Iker Jiménez. Tras perderse  vio una flecha, la que formaba la ensoñadora Ses Illetes de Formentera donde se perdió Paz Vega en cueros, y remontó hasta la Comunidad Valenciana tras detenerse en las Columbretes, en Castellón, con sus escenarios dignos de Reserva de la Biosfera pero con pocos conejos, ya que todos se habían ido a vivir a un aeropuerto.

En Valencia siguió la ruta del bakalao marítima hasta detenerse en la literaria El Saler, donde Vicente Blasco Ibáñez escribió sobre la Albufera, sus campos de arroz y sus barracas de cuento fundidas con el mar.

Enlazó con el norte de Alicante, las aguas cristalinas de Ambolo o Granadella, en Jávea, las playas de Poniente y Levante de Benidorm, llegando a tiempo para la celebración del Low (no es casualidad que el icono de este ya clásico festival sea una sirena), a San Juan o a la playa para perros más famosa de Europa, Agua Amarga.

Las sirenas no hacen nudismo

Al llegar a la Costa Cálida de Murcia suspiró en Callblanque, parque natural secreto donde sus salinas de flamencos se fusionan con playas de arenas amarillas. Y de repente el desierto, uno de casitas blancas y playas secretas. Sí, la sirena llegó a Cabo de Gata, en Almería, un lugar tan mágico que una criatura como ella no desentonaba. Fue allí donde echó de menos tener dos piernas, porque la gente practicaba naturismo y vivía una vida alejada del mundo entre playas dignas de otro planeta. Quiso quedarse, en la Playa de los Muertos, en Cala San Pedro y Barronal. Pero debía seguir.

Foto: Cabo de Gata (Alberto Piernas)

En la Costa Tropical de Granada cogió un aguacate desde la orilla para retomar fuerzas antes de llegar a la ecológica Cantarriján, paraíso de Almuñécar encerrado entre montañas donde moran cabras montesas. En Nerja se perdió entre las balsas cristalinas formadas entre las rocas y se contoneó para quienes la observaban desde El Balcón de Europa. Pero fue en Puerto Banús donde casi se come un yate y en Cabopino donde sintió el placer de la arena de las dunas bajo sus senos por primera vez.

Foto: ZGZ

Un rebujito, algo de mareo; estaba en Cádiz, donde las playas son otra historia: aquí son amplias y grandes, a veces se llenan de los colores del kitesurf de Tarifa y otras del azul superlativo de Bolonia y Zahara de los Atunes. Maravillosas, of course. Quedaba Huelva y playas a redescubrir como Cuesta Maneli y La Torre del Loro para terminar cerca de la capital, donde la Fe Descubridora le dio la bendición antes de partir a su última fase con escala en Isla Cristina: Canarias.

A todo esto, la sirena aún no se había decidido por una playa.

Tic-tac-tic-tac.

Ay, Canarias

En las antiguas islas Afortunadas, como una vez Platón las designó, Lanzarote comienza un lienzo desértico que termina en la psicodelia de la Cascada de los Siete Colores de La Palma. Y fue aquí donde la sirena se acordó de todos los muertos de la bruja, ya que Canarias era un paraíso con demasiadas playas como para permitirse el lujo de escoger la mejor.

Lo supo cuando se bañó en las aguas de Papagayo, en Lanzarote,  o las balsas del Islote de Lobos cuyo azul contrastaba con el color negro de sus tierras. Al llegar a Fuerteventura hizo su primera croqueta en las eternas Dunas de Corralejo (aunque por poco se queda en el sitio), y  dio la vuelta hasta Sotavento, paraíso kilométrico en el que a todos nos gustaría atrasar aún más el tiempo.

“Aquí las dunas no se acaban”, pensó al llegar a Maspalomas, en Gran Canaria, y a la Playa del Inglés, donde el Atlántico que soñamos se fusiona con una vida nocturna insuperable. Después Tenerife y el Teide, el techo de España, con Las Teresitas y Los Cristianos bañando sus faldas. Y La Gomera, ¡ay La Gomera! con sus pueblos y orillas negras, como la playa de San Sebastián; y La Palma, con Charco Verde y las bananeras que en Puerto Naos se inclinan hacia el mar. Pero la que más le sorprendió fue la isla de El Hierro y esa Punta de la Restinga donde vio peces que no creían que existían sin necesidad de enfundarse un traje de buceo.

Satisfecha, la sirena retomó la ruta hacia su lugar de origen. Pero fue a mitad de camino cuando se hizo una pregunta: ¿Quería verse rodeada de tierra junto a un maromo durante casi todo el año teniendo aquellos 8 mil kilómetros de ensueño? Ya no estaba tan segura.

Y claro, dio medio vuelta.

Lo difícil fue saber en qué playa rebozarse para la eternidad.

Nadando voy, nadando vengo

Hubo una vez una sirena que llegó de más allá de Finisterre. Venía de firmar un contrato con una bruja que le pidió que le dijera cual era la playa más bonita de España. Si lo hacía, le concedería dos deseos: otorgarle dos hermosas piernas y enviarla a un pueblo de la Mancha para casarse con un hombre con buenas tierras. Y la sirena no se lo pensó, abandonó su mundo de posidonias y padres autoritarios y se plantó en unas islas cuyo verdor contrastaba con el azul de unas aguas frías y transparentes. Ella no lo sabía, pero un periodista de The Guardian dijo una vez que ésta, la playa de Rodas de las islas Cíes, era la más bella del mundo.

Foto: Islas Cíes (Jaime González)

La sirena siguió bordeando las Rías Baixas. Surcó playas menos masificadas como Francón y Castiñeiras, las rías en la que hombres pescaban y acantilados moteados de cruceiros. No necesitó ver monumentos, porque la playa de las Catedrales y sus acantilados tallados ya era uno en sí mismo. En Asturias se quedó indignada ante aquella playa que le daba la espalda, Gulpiyuri, que aparecía y desaparecía en mitad de un entorno mágico; después Somo y Berria, en esa maravillosa Cantabria que huele a paz y surf, o el encanto de San Sebastián, donde La Concha y su hipnotismo casi la arrastran hasta la muchedumbre.

Tras dejar atrás el País Vasco comenzó a oír un idioma que no entendía, y le pidió a un pescador que la encerrase en un tanque de agua para llevarla hasta la siguiente playa española. Y acabó en Cadaqués, cuna de Dalí, quien habría estado encantado de incluirla en alguna obra suya; después en Montjoi y Cala Bona, escondida y secreta. Por supuesto, también visitó La Barceloneta, sus guiris y fiestas eternas para luego descender a las calas de Tarragona, a  la Roca Plana y l’Ametlla de Mar, rodeada de pinos y roca.

Finalmente hizo un desvío a Mallorca y terminó perdiéndose entre las cuevas de un fiordo mediterráneo, Torrent de Pareis, hasta llegar a una playa de un azul que ni ella había visto en su vida y que se extendía a Caló des Moro y Mondragó.

Quiero ser parte de él

Menorca se lo puso difícil, porque ya no cabía tanta belleza en forma de calas, y como también era un poco mística se dirigió a la hippie Sa Pedrera y sus estatuas indias sumergidas por el Mediterráneo. Al atardecer se detuvo a escuchar los tambores de Benirrás, y en Cala Comta se dejó arrastrar por el magnetismo de Es Vedrà, ese islote misterioso que haría las delicias de Iker Jiménez. Tras perderse  vio una flecha, la que formaba la ensoñadora Ses Illetes de Formentera donde se perdió Paz Vega en cueros, y remontó hasta la Comunidad Valenciana tras detenerse en las Columbretes, en Castellón, con sus escenarios dignos de Reserva de la Biosfera pero con pocos conejos, ya que todos se habían ido a vivir a un aeropuerto.

En Valencia siguió la ruta del bakalao marítima hasta detenerse en la literaria El Saler, donde Vicente Blasco Ibáñez escribió sobre la Albufera, sus campos de arroz y sus barracas de cuento fundidas con el mar.

Enlazó con el norte de Alicante, las aguas cristalinas de Ambolo o Granadella, en Jávea, las playas de Poniente y Levante de Benidorm, llegando a tiempo para la celebración del Low (no es casualidad que el icono de este ya clásico festival sea una sirena), a San Juan o a la playa para perros más famosa de Europa, Agua Amarga.

Las sirenas no hacen nudismo

Al llegar a la Costa Cálida de Murcia suspiró en Callblanque, parque natural secreto donde sus salinas de flamencos se fusionan con playas de arenas amarillas. Y de repente el desierto, uno de casitas blancas y playas secretas. Sí, la sirena llegó a Cabo de Gata, en Almería, un lugar tan mágico que una criatura como ella no desentonaba. Fue allí donde echó de menos tener dos piernas, porque la gente practicaba naturismo y vivía una vida alejada del mundo entre playas dignas de otro planeta. Quiso quedarse, en la Playa de los Muertos, en Cala San Pedro y Barronal. Pero debía seguir.

Foto: Cabo de Gata (Alberto Piernas)

En la Costa Tropical de Granada cogió un aguacate desde la orilla para retomar fuerzas antes de llegar a la ecológica Cantarriján, paraíso de Almuñécar encerrado entre montañas donde moran cabras montesas. En Nerja se perdió entre las balsas cristalinas formadas entre las rocas y se contoneó para quienes la observaban desde El Balcón de Europa. Pero fue en Puerto Banús donde casi se come un yate y en Cabopino donde sintió el placer de la arena de las dunas bajo sus senos por primera vez.

Foto: ZGZ

Un rebujito, algo de mareo; estaba en Cádiz, donde las playas son otra historia: aquí son amplias y grandes, a veces se llenan de los colores del kitesurf de Tarifa y otras del azul superlativo de Bolonia y Zahara de los Atunes. Maravillosas, of course. Quedaba Huelva y playas a redescubrir como Cuesta Maneli y La Torre del Loro para terminar cerca de la capital, donde la Fe Descubridora le dio la bendición antes de partir a su última fase con escala en Isla Cristina: Canarias.

A todo esto, la sirena aún no se había decidido por una playa.

Tic-tac-tic-tac.

Ay, Canarias

En las antiguas islas Afortunadas, como una vez Platón las designó, Lanzarote comienza un lienzo desértico que termina en la psicodelia de la Cascada de los Siete Colores de La Palma. Y fue aquí donde la sirena se acordó de todos los muertos de la bruja, ya que Canarias era un paraíso con demasiadas playas como para permitirse el lujo de escoger la mejor.

Lo supo cuando se bañó en las aguas de Papagayo, en Lanzarote,  o las balsas del Islote de Lobos cuyo azul contrastaba con el color negro de sus tierras. Al llegar a Fuerteventura hizo su primera croqueta en las eternas Dunas de Corralejo (aunque por poco se queda en el sitio), y  dio la vuelta hasta Sotavento, paraíso kilométrico en el que a todos nos gustaría atrasar aún más el tiempo.

“Aquí las dunas no se acaban”, pensó al llegar a Maspalomas, en Gran Canaria, y a la Playa del Inglés, donde el Atlántico que soñamos se fusiona con una vida nocturna insuperable. Después Tenerife y el Teide, el techo de España, con Las Teresitas y Los Cristianos bañando sus faldas. Y La Gomera, ¡ay La Gomera! con sus pueblos y orillas negras, como la playa de San Sebastián; y La Palma, con Charco Verde y las bananeras que en Puerto Naos se inclinan hacia el mar. Pero la que más le sorprendió fue la isla de El Hierro y esa Punta de la Restinga donde vio peces que no creían que existían sin necesidad de enfundarse un traje de buceo.

Satisfecha, la sirena retomó la ruta hacia su lugar de origen. Pero fue a mitad de camino cuando se hizo una pregunta: ¿Quería verse rodeada de tierra junto a un maromo durante casi todo el año teniendo aquellos 8 mil kilómetros de ensueño? Ya no estaba tan segura.

Y claro, dio medio vuelta.

Lo difícil fue saber en qué playa rebozarse para la eternidad.

Tags : EspañaPlayas
mm
Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.