El otro día leí un dato curioso: los españoles que viajan al extranjero destinan la mayor parte de su presupuesto a la comida. Gastamos más en bares y restaurantes que en transporte, entradas o alojamiento. 

Esto confirma mi teoría de que a la gente lo que le gusta es comer y beber, aquí o en Siberia. Y es que por muy modernos que nos volvamos, y por mucho que cambiemos la tortilla de patatas por la créme brûlée, casi todo lo bueno de la vida lo celebramos alrededor de una mesa.

¿Que quieres verte con tus amigos? Montas una barbacoa. ¿Que es tu aniversario? Reservas en un buen restaurante. ¿El plan del domingo? Brunch y aperitivo. ¿Al salir de trabajar? A picar algo. ¿Los cumpleaños? Maratón de comilonas. Cualquier excusa es buena para acabar comiendo y bebiendo en sobremesas eternas; y no entro en lo de las bodas, bautizos y buffets de convenciones por no herir sensibilidades, que la gula es pecado capital.

Acordémonos de la casita de Hansel y Gretel, la Fábrica de Chocolate de Charlie, las galletas mágicas de Alicia… muchas veces hemos imaginado mundos donde todo fuera deliciosamente comestible. El mío se llamaría Nueva Papila y sería verde, salvaje y de clima tropical.

Allí nacerían la flora y fauna más exótica del planeta, tendría mil kilómetros de costa virgen donde pescaría cada día salmón fresco; desayunaría fruta de la pasión recogida en mi jardín del edén y cocinaría hortalizas gigantes de un huerto mágico que nunca se agotaría.

En Nueva Papila todos seríamos expertos somelliers y nos reuniríamos en inmensos salones de mármol, como en las bacanales romanas, rodeados de uva y vino, marisco, todo tipo de quesos y cascadas de chocolate.

Si a estas alturas no estás salivando, prueba mejor en Adrenalia, Azulia o algún otro país. Y si tienes dudas, haz el test. Me juego las papilas a que después de leer esto sales más de Nueva Papila que los hermanos Torres.

mm
No te tomes tan en serio, nadie más lo hace.