Tengo un pincel en la mano. Y con él, he trazado un recorrido por un mundo multicolor que quizá no necesite de tanto filtro Clark ni efecto Saturación. Solo de un vuelo y un par de ojos bien abiertos.

Asia sin Photoshop

Existe un mundo por descubrir en lo que a los colores se refiere. Según un enésimo estudio de la Universidad de Dakota del Norte, cada color simboliza una sensación, una emoción que proyecta en nosotros un determinado estímulo. Sino, ¿por qué la mitad de tu armario es color aguamarino? ¿Y el cuestionable rojo burdeos de tu habitación? Sin embargo, a veces también hay épocas grises, y es entonces cuando tratamos de suplirlas con filtros en Instagram y mandalas que pintamos en libros de 3 euros comprados en el chino.

Pero quizás solo necesites de un pincel con el que trazar nuevas aventuras mientras Over the rainbow suena en tus oídos.

Y sino, que se lo digan a Yung-Fu, un militar chino de 93 años residente en el distrito de Nantun, en la ciudad taiwanesa de Taichung. Apodado por sus vecinos como el “Abuelo Arco Iris”, Yung-Fu prefirió un buen día sustituir su visita matutina a las obras de la zona por unos diseños con los que transformó por completo uno de los barrios más deprimentes de Asia. El resultado es un rincón de cuento donde lucen guitarras pintadas en las paredes o rayuelas que se apoderan de calles enteras.

Pero es que China tampoco se queda atrás. En el país del Gran Dragón, la naturaleza ha urdido un plan secreto durante siglos a fin de sorprender al visitante en forma de valles púrpuras, arrozales infinitos y hasta montañas de colores. Muchos colores. Para ejemplo, el conocido como Parque Geológico Zhangye Danxia, en la provincia de Gansu, nacido de la erosión de estos rincones sagrados dando lugar a unas laderas psicodélicas con más colores que un vómito de unicornio. La paleta de Dios, dirían algunos. O al menos, una de ellas.

Porque los colores son a India lo que los torreznos a Paquita Salas: algo sin lo que poder vivir. La nación que inventase los mandalas y la fiesta del Holi es todo un culto al color: desde los templos de Madurai, con sus más de 1500 figuras  a modo de Lego tropical, hasta los saris de sus mujeres, pasando por los elefantes maquillados de la ciudad de Jaipur.

El continente que habla pintando

Cuentan que durante el terrible Apartheid que sacudió Sudáfrica hasta 1994, los habitantes de los pueblos de la etnia Ndebele, al norte del país, pintaban sus casas de colores para comunicarse: el verde simbolizaba la alegría tras las cosechas, el rojo el peligro extranjero o el azul la esperanza. Con el paso del tiempo, las madres e hijas encargadas de pintar las casas añadieron figuras geométricas que darían como resultado el diseño Ndebele. Una corriente de arte étnico que sería exportada a las pasarelas y museos de Occidente hasta terminar ilustrando el pareo que compraste el verano pasado en Fuengirola.

Esta es una de las muchas formas mediante las que África se ha expresado durante siglos con los colores: el barrio de Bo-Kaap, en Ciudad del Cabo, fue pintado por los malayos tras su liberación por parte de los franceses en el siglo XVII, mientras las mezquitas e iglesias de Nairobi se vistieron de amarillo el año pasado como grito de unión entre las religiones de una Kenia convulsa.

A medida que subimos, o directamente saltamos, nos topamos con los marroquíes y su predilección por el azul que invade el pueblo de Chefchaouen, no lejos del Mediterráneo. El filtro africano al que posiblemente debamos los colores de los Patios de Córdoba o quien sabe si la influencia marinera de Villajoyosa, en Alicante.

Y ya que estamos, no puedo irme del viejo continente sin mencionar al italiano Manarola de Cinque Terre. Dejarlo fuera del tour sería un sacrilegio.  

Tú no puedes comprar los colores

Parafraseando a Calle 13 llego a Latinoamérica, ese rincón donde la influencia colonial, la africana y la cosecha propia de sus culturas dieron como resultado un mosaico de lo más variopinto. Y el mejor ejemplo es Cuba, más concretamente mi querida ciudad de Trinidad. Ubicada al sur de la isla del mojito, esta patrimonio de la Unesco acumula hasta 52 colores repartidos en las casas asomadas a calles sin empedrar por las que aún cruzan coches de caballos. Una máquina del tiempo que deja en paños menores al Delorean de Regreso al futuro.

Luego tenemos México, ¡ay México! Qué podemos decir de ti cuando tu Día de los Muertos sustituye el luto por una fiesta de cien tonalidades. Combina tequila y color y además tendrás como resultado ciudades como San Miguel de Allende o Guanajuato, los fuertes de Campeche o las iglesias rosas de Veracruz.

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Tras comer un plato de enchilada que dibuja los colores de la bandera mexicana (el colourfoodie también existe) sigo pintando el arco iris hacia el sur. Atravieso una América Central donde Antigua en Guatemala o Granada en Nicaragua son perfectos ejemplos de ciudades coloniales atemporales. . . hasta que llego a Colombia y Cartagena de Indias, la ciudad favorita de Gabriel García Márquez. Uno de los puntos más gloriosos del período colonial destaca por sus palenqueras, los balcones tropicales o el arte urbano de un barrio de Getsemaní inconfundible.

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Mi pincel llega también a los tejidos de alpaca de Perú, a las favelas de Brasil y al barrio de La Boca, en Buenos Aires, donde un día a un buen pescador le dio por colgar la chapa de un barco en su casita inspirando al resto de sus vecinos.

Ya después alcanzo el Fin del Mundo, pero si me acompañas, quizás podamos alcanzar las auroras boreales de NoruegaY eso sí que es mejor que un vómito de unicornio.

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Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.