5 trenes diferentes, 4 regiones y 3 desayunos al aire libre. Suiza, naturalmente. Cuando uno piensa en Suiza, es difícil creer que detrás de un país situado en medio de una Europa frenética y rápida se encuentre un mar abierto de lagos pausados, cielos azules y escenografía idílica.

Comenzamos en la capital de la paz: Ginebra

Nuestro viaje empieza en el Lago de Ginebra, un lunes a las 7:00 de la mañana. Cómo nos cuesta madrugar en casa y qué poco nos cuesta madrugar en Suiza, ¿verdad? Si es que nos gusta más viajar, que comer. ¡Y ya es decir! A pesar de la lluvia y las nubes grises que tapan el cielo, salimos y disfrutamos de ver la ciudad de Ginebra desde un barquito marinero acompañados por nuestro guía, Baltasar; un joven pescador, relojero y mecánico, acostumbrado a llevar a turistas. Un enamorado de Suiza, naturalmente. Como nosotros y nuestro viaje acaba de comenzar. Tras conversar sobre su vida, comenzamos a entender ese algo que produce ese sentimiento suizo: un país que se rige por la puntualidad tranquila y la pausa a tiempo; una ciudad de paz. 

La primera noche dormimos en el Hotel Bristol, un lugar que prefiere conservar cuatro estrellas para poder mantener la familiaridad y el sentimiento hogareño sin venderse a las grandes cadenas hoteleras. Un hotel que te transporta a una escena de la ‘Belle Époque’, con clase y estilo, pero con comodidad también. ¿Ya estás preparado para dormir? Venga, descansa, que la aventura acaba de comenzar.

Sale el sol. A la mañana siguiente, cogemos el teleférico a Mont Salève que sube unos 1100 metros en menos de cinco minutos. Alucinante, ya verás. Allí, comemos en un picnic para recargar pilas y, por la tarde, tomamos nuestro primer tren hacía Cully, a 78 km de Ginebra. Un pueblo tranquilo, donde se escuchan los pajaritos y donde el cielo entra en sintonía con el paisaje y la gente. Sí, has llegado a ese lugar donde siempre soñaste con desconectar del frenético ritmo de tu vida.

Cata de vinos en la región del Lago Lemán

Amanece y vamos a visitar los viñedos de Blaise Duboux, cuya existencia se debe a la cura por lo artesanal y lo tradicional. Y es aquí donde comprendemos que, a pesar de lo limpio, lo recto y lo cuidado que es todo el paisaje, Suiza disipa naturaleza salvaje y precaria. Como buenos Houdinis nos interesamos en el tema y los responsables nos explican que las uvas se alimentan con los tres soles: el que caliente la piedra, el que rebota en el lago y el que circula en el cielo. Un hecho que hace que el crecimiento de las plantas de uva y su cosecha sea casi una ciencia precisa, pero incierta a la misma vez. ¡Apasionante!

Descubres que Blaise Duboux es una empresa familiar de más de 16 generaciones que, aún a día de hoy, lo hacen todo a mano, cuidando cada rama y la tierra de la forma más orgánica posible. ¡Uff! ¡Qué trabajo! Llegamos a la conclusión de que solo así, con cariño y esmero, pueden producir un vino intenso y delicioso. Aprovechamos para brindar con el elixir de los dioses. 

La fuerza del pasado sobrepasa la fragilidad de nuestro presente. Foto: Álvaro Sanz (@dealvarosanz)

La fuerza del pasado en el sentido de los viñedos; la fuerza que le dan los suizos a las buenas costumbres y la tradición; la fuerza del pasado en el sentido del barco a vapor que seguidamente cogemos para pasear por el norte del lago, por la región de Lavaux, llegando a Montreux. Ante semejante estampa, no podemos evitar pensar que aquí venían los grandes escritores a descansar y escribir en paz, a buscar la inspiración en el silencio y en la calma. Un ejemplo es Jorge Luis Borges, que encontró en estas tierras un remanso de felicidad; o artistas como Freddy Mercury, donde halló paz a su turbulenta vida.; y ahora nosotros, houdinis, que también nos merecemos este sosiego.

Nos surge la oportunidad de visitar la maquinaria del barco, que sigue funcionando desde el año 1912. Enseguida se hace eviente la fragilidad de lo que utilizamos hoy en día, donde nuestros teléfonos no duran más de 2 años y donde es más importante estar a la última moda que luchar por reparar lo que ya tenemos. 

Interlaken & Jungfrau, o más fácil: en algún lugar bonito los Alpes

Al ocaso, cogemos otro tren dirección al norte, a Interlaken. A la mañana siguiente nos despertamos para ir a la montaña de Jungfraujoch, con un convoy que llega al punto a la estación más alta de Europa. Se trata de un tren de alta ingeniería, que sube la montaña y, en el último tramo, sentados estamos totalmente inclinados hacia atrás. Tecnología revolucionaria para la época que, en nuestros días, sigue funcionando y transportando a miles y miles de turistas diariamente. Y a algún Houdini también. 

Será el único día de todo el viaje donde veremos más gente. Lejos de ser un aspecto negativo, confluimos culturas varias, todas con el mismo objetivo: ansiosas para ver uno de los picos de los Alpes.

Los Alpes, que relucen en el sol y se derriten en la mirada, paraíso para los escaladores, se convierten en un edén para nosotros. Los pelos como escarpias al volvernos sabedores de que han habido personas que han subido sus cuestas, combatiendo el tiempo y las fuerzas para conquistar la cima. Una montaña que revela un pasado basado en la persistencia y en la voluntad de superarse a uno mismo.

Con la llegada de un nuevo día, nos recibe la familia Brunner en su casa. Nos preparan un desayuno con un pan realmente increíble: aún está caliente y crea un arcoíris de colores cuando lo combinamos con el café. Con la barrguita llena, nos hacen una visita guiada por su granja, enseñándonos dónde producen el queso que venden por la localidad. También nos traen patatas y huevo, más pan, con más mantequilla y más mermelada. Y es que, cuando toca, pasamos de ser Houdinis a Hobbits y el segundo desayuno no puede faltar.

Realmente nos sentimos privilegiados: estamos disfrutando de este fantástico desayuno en compañía de la amable familia y todo encuadrado en este abrumador paisaje. Y aunque bien podría ser La Comarca, estamos en Suiza. Naturalmente, Suiza.

Ilustración: La Granja de Pablo Burgueño López (@pabloburguenocue)

Nos sentimos como Heidi en Friburgo

Otro día pasa. Con el amacer, cogemos otro tren y nos vamos a la Región de Friburgo. Allí nos encontramos con Rachel, una guía montañista. Toca pasear por la montaña, recogiendo flores y ortigas. ¿Tú también lo sientes? ¿Sí? Es aire puro inflando nuestros pulmones y limpiando nuestro organismo de la contamación urbanita. No sé a ti, pero a mí durante la infancia me habían enseñado a no tocar las ortigas por peligro a urticarias; y ahora estamos aquí, tú y yo, conquistando un sendero plagado de ortigas que tocamos e incluso comemos.

Cargados con flores y plantas marchamos a una planada y hacemos pesto de ortigas y diversas plantas, para luego decorar pequeños panes. El olor de la hierba y el ruido, bajito pero constante, de las campanas de las vacas ambienta el momento donde aprovechamos para degustar las delicias naturales. Una escena de postal. ¡Y nosotros la protagonizamos!  

Foto Tss Tss: Álvaro Sanz (@dealvarosanz)

A estas alturas del viaje, ya estamos aclimatados al país. Es más, hasta nos sentimos cómodos con levantarnos temprano. Poco a poco, sentimos que los músculos empiezan a moverse a ritmo suizo: tranquilos, pero sin pausa.

Nos despertamos y corremos a visitar a Steve y Marika Andrey. Una familia que vive totalmente de la fabricación del queso Gruyere. ¡Ni más ni menos que el queso Gruyere! El que existe en nuestro imaginario de Suiza. Concemos el proceso de producción artesanal y tradicional que utilizan para el queso, y comprobamos que ciertamente existe en su forma más idílica y natural. Allí también nos preparan el desayuno con un pan delicioso, café y crema muy, pero que muy fresca. Si los dioses comen, tiene que ser a base del queso Gruyere de Steve y Marika. 

Justo cuando nuestro cuerpo nos envía señales de paz y nuestro cerebro empieza a reducir la velocidad de sus pensamientos, el tren llega al aeropuerto de Ginebra. Cinco días más tarde, 10 experiencias más tarde y en 5 trenes. Millones de lecciones y visiones aprendidas. Suiza, naturalmente.

Autora: Jade de Robles (@jadederobles)

Comenzamos en la capital de la paz: Ginebra

Nuestro viaje empieza en el Lago de Ginebra, un lunes a las 7:00 de la mañana. Cómo nos cuesta madrugar en casa y qué poco nos cuesta madrugar en Suiza, ¿verdad? Si es que nos gusta más viajar, que comer. ¡Y ya es decir! A pesar de la lluvia y las nubes grises que tapan el cielo, salimos y disfrutamos de ver la ciudad de Ginebra desde un barquito marinero acompañados por nuestro guía, Baltasar; un joven pescador, relojero y mecánico, acostumbrado a llevar a turistas. Un enamorado de Suiza, naturalmente. Como nosotros y nuestro viaje acaba de comenzar. Tras conversar sobre su vida, comenzamos a entender ese algo que produce ese sentimiento suizo: un país que se rige por la puntualidad tranquila y la pausa a tiempo; una ciudad de paz. 

La primera noche dormimos en el Hotel Bristol, un lugar que prefiere conservar cuatro estrellas para poder mantener la familiaridad y el sentimiento hogareño sin venderse a las grandes cadenas hoteleras. Un hotel que te transporta a una escena de la ‘Belle Époque’, con clase y estilo, pero con comodidad también. ¿Ya estás preparado para dormir? Venga, descansa, que la aventura acaba de comenzar.

Sale el sol. A la mañana siguiente, cogemos el teleférico a Mont Salève que sube unos 1100 metros en menos de cinco minutos. Alucinante, ya verás. Allí, comemos en un picnic para recargar pilas y, por la tarde, tomamos nuestro primer tren hacía Cully, a 78 km de Ginebra. Un pueblo tranquilo, donde se escuchan los pajaritos y donde el cielo entra en sintonía con el paisaje y la gente. Sí, has llegado a ese lugar donde siempre soñaste con desconectar del frenético ritmo de tu vida.

Cata de vinos en la región del Lago Lemán

Amanece y vamos a visitar los viñedos de Blaise Duboux, cuya existencia se debe a la cura por lo artesanal y lo tradicional. Y es aquí donde comprendemos que, a pesar de lo limpio, lo recto y lo cuidado que es todo el paisaje, Suiza disipa naturaleza salvaje y precaria. Como buenos Houdinis nos interesamos en el tema y los responsables nos explican que las uvas se alimentan con los tres soles: el que caliente la piedra, el que rebota en el lago y el que circula en el cielo. Un hecho que hace que el crecimiento de las plantas de uva y su cosecha sea casi una ciencia precisa, pero incierta a la misma vez. ¡Apasionante!

Descubres que Blaise Duboux es una empresa familiar de más de 16 generaciones que, aún a día de hoy, lo hacen todo a mano, cuidando cada rama y la tierra de la forma más orgánica posible. ¡Uff! ¡Qué trabajo! Llegamos a la conclusión de que solo así, con cariño y esmero, pueden producir un vino intenso y delicioso. Aprovechamos para brindar con el elixir de los dioses. 

La fuerza del pasado sobrepasa la fragilidad de nuestro presente. Foto: Álvaro Sanz (@dealvarosanz)

La fuerza del pasado en el sentido de los viñedos; la fuerza que le dan los suizos a las buenas costumbres y la tradición; la fuerza del pasado en el sentido del barco a vapor que seguidamente cogemos para pasear por el norte del lago, por la región de Lavaux, llegando a Montreux. Ante semejante estampa, no podemos evitar pensar que aquí venían los grandes escritores a descansar y escribir en paz, a buscar la inspiración en el silencio y en la calma. Un ejemplo es Jorge Luis Borges, que encontró en estas tierras un remanso de felicidad; o artistas como Freddy Mercury, donde halló paz a su turbulenta vida.; y ahora nosotros, houdinis, que también nos merecemos este sosiego.

Nos surge la oportunidad de visitar la maquinaria del barco, que sigue funcionando desde el año 1912. Enseguida se hace eviente la fragilidad de lo que utilizamos hoy en día, donde nuestros teléfonos no duran más de 2 años y donde es más importante estar a la última moda que luchar por reparar lo que ya tenemos. 

Interlaken & Jungfrau, o más fácil: en algún lugar bonito los Alpes

Al ocaso, cogemos otro tren dirección al norte, a Interlaken. A la mañana siguiente nos despertamos para ir a la montaña de Jungfraujoch, con un convoy que llega al punto a la estación más alta de Europa. Se trata de un tren de alta ingeniería, que sube la montaña y, en el último tramo, sentados estamos totalmente inclinados hacia atrás. Tecnología revolucionaria para la época que, en nuestros días, sigue funcionando y transportando a miles y miles de turistas diariamente. Y a algún Houdini también. 

Será el único día de todo el viaje donde veremos más gente. Lejos de ser un aspecto negativo, confluimos culturas varias, todas con el mismo objetivo: ansiosas para ver uno de los picos de los Alpes.

Los Alpes, que relucen en el sol y se derriten en la mirada, paraíso para los escaladores, se convierten en un edén para nosotros. Los pelos como escarpias al volvernos sabedores de que han habido personas que han subido sus cuestas, combatiendo el tiempo y las fuerzas para conquistar la cima. Una montaña que revela un pasado basado en la persistencia y en la voluntad de superarse a uno mismo.

Con la llegada de un nuevo día, nos recibe la familia Brunner en su casa. Nos preparan un desayuno con un pan realmente increíble: aún está caliente y crea un arcoíris de colores cuando lo combinamos con el café. Con la barrguita llena, nos hacen una visita guiada por su granja, enseñándonos dónde producen el queso que venden por la localidad. También nos traen patatas y huevo, más pan, con más mantequilla y más mermelada. Y es que, cuando toca, pasamos de ser Houdinis a Hobbits y el segundo desayuno no puede faltar.

Realmente nos sentimos privilegiados: estamos disfrutando de este fantástico desayuno en compañía de la amable familia y todo encuadrado en este abrumador paisaje. Y aunque bien podría ser La Comarca, estamos en Suiza. Naturalmente, Suiza.

Ilustración: La Granja de Pablo Burgueño López (@pabloburguenocue)

Nos sentimos como Heidi en Friburgo

Otro día pasa. Con el amacer, cogemos otro tren y nos vamos a la Región de Friburgo. Allí nos encontramos con Rachel, una guía montañista. Toca pasear por la montaña, recogiendo flores y ortigas. ¿Tú también lo sientes? ¿Sí? Es aire puro inflando nuestros pulmones y limpiando nuestro organismo de la contamación urbanita. No sé a ti, pero a mí durante la infancia me habían enseñado a no tocar las ortigas por peligro a urticarias; y ahora estamos aquí, tú y yo, conquistando un sendero plagado de ortigas que tocamos e incluso comemos.

Cargados con flores y plantas marchamos a una planada y hacemos pesto de ortigas y diversas plantas, para luego decorar pequeños panes. El olor de la hierba y el ruido, bajito pero constante, de las campanas de las vacas ambienta el momento donde aprovechamos para degustar las delicias naturales. Una escena de postal. ¡Y nosotros la protagonizamos!  

Foto Tss Tss: Álvaro Sanz (@dealvarosanz)

A estas alturas del viaje, ya estamos aclimatados al país. Es más, hasta nos sentimos cómodos con levantarnos temprano. Poco a poco, sentimos que los músculos empiezan a moverse a ritmo suizo: tranquilos, pero sin pausa.

Nos despertamos y corremos a visitar a Steve y Marika Andrey. Una familia que vive totalmente de la fabricación del queso Gruyere. ¡Ni más ni menos que el queso Gruyere! El que existe en nuestro imaginario de Suiza. Concemos el proceso de producción artesanal y tradicional que utilizan para el queso, y comprobamos que ciertamente existe en su forma más idílica y natural. Allí también nos preparan el desayuno con un pan delicioso, café y crema muy, pero que muy fresca. Si los dioses comen, tiene que ser a base del queso Gruyere de Steve y Marika. 

Justo cuando nuestro cuerpo nos envía señales de paz y nuestro cerebro empieza a reducir la velocidad de sus pensamientos, el tren llega al aeropuerto de Ginebra. Cinco días más tarde, 10 experiencias más tarde y en 5 trenes. Millones de lecciones y visiones aprendidas. Suiza, naturalmente.

Autora: Jade de Robles (@jadederobles)

Tags : Suiza
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