La agenda de la Comunitat Valenciana está de lo más completa: nos estamos planteando sustituir la bandera autonómica por una de las 129 azules que ondean nuestras playas, proponer a la RAE la inclusión del verbo “mediterranear" y hacerte pasar el verano de tu vida entre pueblos bohemios, aguas cristalinas y vinitos afrutados.

Dragones y sombrillas

Todo empieza cuando visitas el bonito pueblo de Morella, en la provincia de Castellón, y desde lo alto de su castillo crees ver pájaros extraños volar por el cielo. Proceden de Peñíscola, cuyo Castillo de El Papa Luna albergó una vez a la Khaleesi de Juego de Tronos y a sus dragones, salvo que con tanta conquista nadie tuvo tiempo para broncearse en Oropesa del Mar.

Pero como tú eres más listo te tumbas al lorenzo y después recorres la Vía Verde bordeando un Mediterráneo que te echa un pulso constante hasta mostrarte unas islas donde te han dicho que verás peces que ni creías que existían. Así son las Columbretes, archipiélago protegido por la Biosfera que habría hecho llorar a Darwin, Cousteau y otros animal- lovers de la historia.

Tras nadar entre islotes y playas secretas, Castellón de la Plana acoge al visitante con su amplia oferta cultural con ejemplos como la Concatedral de Santa María, la playa del Gurugú o una Plaza Mayor donde los vermouths rugen al llegar el estío.

Pero eso sí, ni se te ocurra seguir hacia el sur sin pasar por el pueblo de Navajas, donde una cascada llamada el Salto de la Novia te hará pensar si por un momento estás en Islandia o Costa Rica.

De Roma a Saturno pasando por Valencia

“A l’estiu tot el món viu” es un proverbio valenciano que adquiere un encanto aún más real cuando desciendes hasta una ciudad de Valencia que encierra un pedazo de historia del Mare Nostrum: los anfiteatros de la cercana Sagunto, el frescor (y frescos) de la Parroquia de San Nicolás (aka la Capilla Sixtina valenciana), o una Lonja de la que una vez partiesen los comerciantes de la Ruta de la Seda (patrimonio de la Unesco, ojo).

También unas cañitas, mucho de arte urbano y un viaje desde la época del medievo a otra más cósmica a través de la obligada Ciudad de las Artes y las Ciencias , que encierra sesiones de ópera, planetarios y ballenas beluga en su interior.

En la orilla de El Saler te atreves a quitarte el bañador, y en La Albufera descubres que los amaneceres valencianos son mejores que los de una isla de Tailandia. De fondo, las barracas valencianas que inspirasen a Vicente Blasco Ibáñez recuerdan a la versión mediterránea de la Comarca de Tolkien, salvo que aquí Frodo habría comido naranjas en vez de pan élfico a juzgar por los kilómetros de cítricos que colindan con un Mediterráneo que te obliga a desviarte hacia el interior en algún momento.

Porque cualquiera se resiste al encanto de castillos como el de Xàtiva, los gorgos (o barrancos de lagos naturales) que esconde la zona de Anna (ay, divina infancia…) o Bocairent, pueblo cuya plaza de toros está excavada en la propia roca de la montaña.

‘Hotel Alifornia‘ y otras canciones de verano

La provincia española con más banderas azules (64 y subiendo) se llama Alicante, “terreta” donde no faltan platos de paella junto a una copa de Marina Alta bien fresquita, playas que van del encanto desértico al bucólico y pueblos donde bandas de música tocan la dulzaina en las faldas de un castillo.

De norte a sur, Alifornia Alicante es lugar de contrastes certificados: nos secamos en el encanto de Dénia para volver a sumergirnos en las playas de la Granadella o Ambolo, en Jávea, ciudad cuyo parador está considerado como uno de los mejores de España.

Después, la tierra encuentra un bello obstáculo: se llama Peñón de Ifach y es una piedra enorme donde las gaviotas te hacen de guía turístico y  contemplar la coqueta Calpe desde las alturas es la mejor recompensa.

Pero Altea… ay Altea, como tú no hay ninguna. Ese pueblo donde las casitas blancas esconden galerías de arte y en sus cafés bohemios el mar puede entrar en cualquier momento obligándote a escalar por el casco antiguo de Altea la Vella hasta ver los rascacielos. Esos famosos rascacielos.

La locura de Benidorm (o BeniYork, que aquí los acrónimos transoceánicos no desentonan), se asoma a un Balcón de Europa que separa unas playas de Levante y Poniente mejor que las de los Hamptons. Una meca festiva donde tus niños también pueden darle de comer a las cebras de Terra Natura y tú abrazar la paz de Les Fonts de l’Algar, un vergel de interior cuyas fuentes naturales en pleno bosque mediterráneo te incitan a llevar a cabo ese viejo plan de abandonar el sistema.

De Les Fonts saltas por las montañas hasta el campanario de Guadalest y terminas en Villajoyosa, meca del chocolate Valor y las casitas de colores donde te gustaría quedarte para siempre. Pero no te duermas, que la fiebre azul continúa en las playas de El Campello y San Juan que preceden a la ciudad de Alicante, vigilada por el perfil del califa esculpido en el Castillo de Santa Bárbara que añora irse de fiesta por la zona de Castaños, refugiarse en las casas del cuento del barrio Santa Cruz o seguir saltando entre las dunas rumbo al sur.

¿Será Marruecos? No, son las palmeras que una vez trajeron nuestros antepasados morunos a Elche, la única ciudad de España que reúne tres patrimonios de la Unesco, entre ellos un Palmeral donde podrías vivir de comer dátiles en caso de perderte confundido por tanto estímulo.

Porque ya sabes lo que es el #MediterráneoEnVivo y corres el peligro de subirte por las palmeras para no volver a bajar. De quedarte a vivir encima de un castillo con vistas al mar.

De confundir sueño y realidad.

Dragones y sombrillas

Todo empieza cuando visitas el bonito pueblo de Morella, en la provincia de Castellón, y desde lo alto de su castillo crees ver pájaros extraños volar por el cielo. Proceden de Peñíscola, cuyo Castillo de El Papa Luna albergó una vez a la Khaleesi de Juego de Tronos y a sus dragones, salvo que con tanta conquista nadie tuvo tiempo para broncearse en Oropesa del Mar.

Pero como tú eres más listo te tumbas al lorenzo y después recorres la Vía Verde bordeando un Mediterráneo que te echa un pulso constante hasta mostrarte unas islas donde te han dicho que verás peces que ni creías que existían. Así son las Columbretes, archipiélago protegido por la Biosfera que habría hecho llorar a Darwin, Cousteau y otros animal- lovers de la historia.

Tras nadar entre islotes y playas secretas, Castellón de la Plana acoge al visitante con su amplia oferta cultural con ejemplos como la Concatedral de Santa María, la playa del Gurugú o una Plaza Mayor donde los vermouths rugen al llegar el estío.

Pero eso sí, ni se te ocurra seguir hacia el sur sin pasar por el pueblo de Navajas, donde una cascada llamada el Salto de la Novia te hará pensar si por un momento estás en Islandia o Costa Rica.

De Roma a Saturno pasando por Valencia

“A l’estiu tot el món viu” es un proverbio valenciano que adquiere un encanto aún más real cuando desciendes hasta una ciudad de Valencia que encierra un pedazo de historia del Mare Nostrum: los anfiteatros de la cercana Sagunto, el frescor (y frescos) de la Parroquia de San Nicolás (aka la Capilla Sixtina valenciana), o una Lonja de la que una vez partiesen los comerciantes de la Ruta de la Seda (patrimonio de la Unesco, ojo).

También unas cañitas, mucho de arte urbano y un viaje desde la época del medievo a otra más cósmica a través de la obligada Ciudad de las Artes y las Ciencias , que encierra sesiones de ópera, planetarios y ballenas beluga en su interior.

En la orilla de El Saler te atreves a quitarte el bañador, y en La Albufera descubres que los amaneceres valencianos son mejores que los de una isla de Tailandia. De fondo, las barracas valencianas que inspirasen a Vicente Blasco Ibáñez recuerdan a la versión mediterránea de la Comarca de Tolkien, salvo que aquí Frodo habría comido naranjas en vez de pan élfico a juzgar por los kilómetros de cítricos que colindan con un Mediterráneo que te obliga a desviarte hacia el interior en algún momento.

Porque cualquiera se resiste al encanto de castillos como el de Xàtiva, los gorgos (o barrancos de lagos naturales) que esconde la zona de Anna (ay, divina infancia…) o Bocairent, pueblo cuya plaza de toros está excavada en la propia roca de la montaña.

‘Hotel Alifornia‘ y otras canciones de verano

La provincia española con más banderas azules (64 y subiendo) se llama Alicante, “terreta” donde no faltan platos de paella junto a una copa de Marina Alta bien fresquita, playas que van del encanto desértico al bucólico y pueblos donde bandas de música tocan la dulzaina en las faldas de un castillo.

De norte a sur, Alifornia Alicante es lugar de contrastes certificados: nos secamos en el encanto de Dénia para volver a sumergirnos en las playas de la Granadella o Ambolo, en Jávea, ciudad cuyo parador está considerado como uno de los mejores de España.

Después, la tierra encuentra un bello obstáculo: se llama Peñón de Ifach y es una piedra enorme donde las gaviotas te hacen de guía turístico y  contemplar la coqueta Calpe desde las alturas es la mejor recompensa.

Pero Altea… ay Altea, como tú no hay ninguna. Ese pueblo donde las casitas blancas esconden galerías de arte y en sus cafés bohemios el mar puede entrar en cualquier momento obligándote a escalar por el casco antiguo de Altea la Vella hasta ver los rascacielos. Esos famosos rascacielos.

La locura de Benidorm (o BeniYork, que aquí los acrónimos transoceánicos no desentonan), se asoma a un Balcón de Europa que separa unas playas de Levante y Poniente mejor que las de los Hamptons. Una meca festiva donde tus niños también pueden darle de comer a las cebras de Terra Natura y tú abrazar la paz de Les Fonts de l’Algar, un vergel de interior cuyas fuentes naturales en pleno bosque mediterráneo te incitan a llevar a cabo ese viejo plan de abandonar el sistema.

De Les Fonts saltas por las montañas hasta el campanario de Guadalest y terminas en Villajoyosa, meca del chocolate Valor y las casitas de colores donde te gustaría quedarte para siempre. Pero no te duermas, que la fiebre azul continúa en las playas de El Campello y San Juan que preceden a la ciudad de Alicante, vigilada por el perfil del califa esculpido en el Castillo de Santa Bárbara que añora irse de fiesta por la zona de Castaños, refugiarse en las casas del cuento del barrio Santa Cruz o seguir saltando entre las dunas rumbo al sur.

¿Será Marruecos? No, son las palmeras que una vez trajeron nuestros antepasados morunos a Elche, la única ciudad de España que reúne tres patrimonios de la Unesco, entre ellos un Palmeral donde podrías vivir de comer dátiles en caso de perderte confundido por tanto estímulo.

Porque ya sabes lo que es el #MediterráneoEnVivo y corres el peligro de subirte por las palmeras para no volver a bajar. De quedarte a vivir encima de un castillo con vistas al mar.

De confundir sueño y realidad.

mm
Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.