Ahora resulta que todo el mundo sabía quiénes eran los Vivancos. ¿Todo el mundo? No, yo, no. ¿El porqué? Digamos que me despisté. Fui a ver 'Nacidos para bailar' en el Teatre Tívoli de Barcelona con lo único que me había llegado por casualidad cinco minutos antes de que me rompieran la entrada: eran siete hermanos que bailaban sin camiseta.

¿Siete Hermanos haciendo lo mismo? Pensé que tampoco era tan sorprendente. Me pasaron por la cabeza los siete cabritillos unidos contra el lobo y devorados por él, los siete hermanos para las siete novias (con los que coinciden en número, dotes por el baile y nombres muy bíblicos), y los siete hijos de Pujol y Ferrusola compartiendo coche para ir a Andorra. Todos hermanos, todos trabajando en equipo.

Eso de siete hermanos no me parecía tan original. Pero las luces se apagaron y se empezó a oír el “Hi ho, hi ho” de Blancanieves y los siete (¿también eran parientes?) enanitos. Eran los Vivancos (siete de los más de treinta hijos que tuvo su padre, afortunadamente con distintas mujeres) recorriendo el patio de butacas y haciendo sonar sus extraños instrumentos (¡además de bailar, también sabían música!). Ellos no iban a casa a descansar, iban al escenario a darlo todo y a intentar hacerme cambiar de opinión.

A partir de este momento empezó una función que empalmó, sin pausas más largas que un suspiro, un número de baile con otro y, entre medias, con alguno musical en el que tocaban ellos.

En Los Vivancos. Nacidos para bailar todos tienen su momento de gloria, de hijo único o preferido en el que puedes lucir aquello que te hace diferente a tus hermanos. Y cada uno de ellos, lo aprovecha. Se trata de un espectáculo en crescendo, que suma y sigue, y que te lleva de un arrebato a otro. Mezclan aires flamencos (entraron en el Libro Guiness de los récords por ser los que hacían el zapateado más rápido del mundo) con aromas clásicos, acrobáticos, de rock y de pop. Y suena Michael Jackson y lo más conocido de Leonard Cohen y la más conocida de U2 y “Eye of tiger” (llevamos un tiempo que en todo espectáculo suena Rocky). Reconozcamos que eso es un truco fácil, pero que hace que la píldora pase mejor.

Los Vivancos

Tan pronto te bailan encima de unos cajones como lo hacen del revés colgados de unas estructuras mientras soplan una flauta o dan vueltas en una grúa por el aire. Las luces se apagan, pero no para descansar, sino para aparecer vestidos con unos trajes de leds que se encienden al ritmo de la música y la coreografía. Igual no es apto para epilépticos, pero tal vez lo podría petar en el Sónar a partir de cierta hora (bueno, en este festival, lo podría hacer en cualquier momento).

Se nota que han dado vueltas por escenarios de todo el mundo y que saben esparcir por la platea hasta la última gota de sudor con sus “pirouettes”. Hay profesionalidad, trabajo y unos pectorales que merecen ser mostrados. Ellos lo saben, por eso se los cubren con abrigos y chupas de cuero hasta el clímax final. Entonces, cuando las fuerzas empiezan a flaquear (tiene mérito lo que aguanta el mayor de los hermanos), nos despistan enseñando unos torsos perfectamente depilados. Y aquí es cuando los grupos de mujeres heteros que han dejado los niños con los padres en casa y las parejas gays se atreven a añadir gritos a sus aplausos. Y las familias, los amantes de los espectáculos de luces y el más difícil todavía, o los que simplemente van de acompañantes y farfullaban un par de horas antes que a ellos eso del baile no les va les piden más, otro número, otro bis. Y los hermanos, se los dan.

Se despidieron cruzando de nuevo el pasillo de la platea, dando la mano y saludando al público. Como tengo mis reticencias con el sudor de los demás, yo preferí evitar el contacto. Sólo podía pensar que, si mi padre hubiera tenido cinco hijos más, igual otro gallo cantaría en la familia Broca. A ver si más que un problema de talento, era de número.

 

¿Siete Hermanos haciendo lo mismo? Pensé que tampoco era tan sorprendente. Me pasaron por la cabeza los siete cabritillos unidos contra el lobo y devorados por él, los siete hermanos para las siete novias (con los que coinciden en número, dotes por el baile y nombres muy bíblicos), y los siete hijos de Pujol y Ferrusola compartiendo coche para ir a Andorra. Todos hermanos, todos trabajando en equipo.

Eso de siete hermanos no me parecía tan original. Pero las luces se apagaron y se empezó a oír el “Hi ho, hi ho” de Blancanieves y los siete (¿también eran parientes?) enanitos. Eran los Vivancos (siete de los más de treinta hijos que tuvo su padre, afortunadamente con distintas mujeres) recorriendo el patio de butacas y haciendo sonar sus extraños instrumentos (¡además de bailar, también sabían música!). Ellos no iban a casa a descansar, iban al escenario a darlo todo y a intentar hacerme cambiar de opinión.

A partir de este momento empezó una función que empalmó, sin pausas más largas que un suspiro, un número de baile con otro y, entre medias, con alguno musical en el que tocaban ellos.

En Los Vivancos. Nacidos para bailar todos tienen su momento de gloria, de hijo único o preferido en el que puedes lucir aquello que te hace diferente a tus hermanos. Y cada uno de ellos, lo aprovecha. Se trata de un espectáculo en crescendo, que suma y sigue, y que te lleva de un arrebato a otro. Mezclan aires flamencos (entraron en el Libro Guiness de los récords por ser los que hacían el zapateado más rápido del mundo) con aromas clásicos, acrobáticos, de rock y de pop. Y suena Michael Jackson y lo más conocido de Leonard Cohen y la más conocida de U2 y “Eye of tiger” (llevamos un tiempo que en todo espectáculo suena Rocky). Reconozcamos que eso es un truco fácil, pero que hace que la píldora pase mejor.

Los Vivancos

Tan pronto te bailan encima de unos cajones como lo hacen del revés colgados de unas estructuras mientras soplan una flauta o dan vueltas en una grúa por el aire. Las luces se apagan, pero no para descansar, sino para aparecer vestidos con unos trajes de leds que se encienden al ritmo de la música y la coreografía. Igual no es apto para epilépticos, pero tal vez lo podría petar en el Sónar a partir de cierta hora (bueno, en este festival, lo podría hacer en cualquier momento).

Se nota que han dado vueltas por escenarios de todo el mundo y que saben esparcir por la platea hasta la última gota de sudor con sus “pirouettes”. Hay profesionalidad, trabajo y unos pectorales que merecen ser mostrados. Ellos lo saben, por eso se los cubren con abrigos y chupas de cuero hasta el clímax final. Entonces, cuando las fuerzas empiezan a flaquear (tiene mérito lo que aguanta el mayor de los hermanos), nos despistan enseñando unos torsos perfectamente depilados. Y aquí es cuando los grupos de mujeres heteros que han dejado los niños con los padres en casa y las parejas gays se atreven a añadir gritos a sus aplausos. Y las familias, los amantes de los espectáculos de luces y el más difícil todavía, o los que simplemente van de acompañantes y farfullaban un par de horas antes que a ellos eso del baile no les va les piden más, otro número, otro bis. Y los hermanos, se los dan.

Se despidieron cruzando de nuevo el pasillo de la platea, dando la mano y saludando al público. Como tengo mis reticencias con el sudor de los demás, yo preferí evitar el contacto. Sólo podía pensar que, si mi padre hubiera tenido cinco hijos más, igual otro gallo cantaría en la familia Broca. A ver si más que un problema de talento, era de número.

 

mm
Solo llego puntal cuando voy al cine, no sé resistirme a un mal plan y soy tan inútil orientándome que me perdería en mi propio museo. Espero que algún día declaren las patatas chips pilar de la dieta mediterránea. Me acompaña un ratón vaquero de nombre Cowmouse.