Al igual que le pasó al protagonista del libro El Alquimista, un día una crisis existencial me llevó ante una gitana pitonisa. Me dijo que tendría dos hijas y que comprase un cupón acabado en 9, pero que igualmente viajase a Oriente en busca de respuestas. A los pocos días me planté con un turbante en una granja de camellos. Fue después cuando llegó lo increíble.

Oriente rosa

Ando perdido por el desierto. En los bolsillos llevo dátiles para no desfallecer y terminar siendo devorado por los alimoches. La arena quema un poco, como un mes de agosto en La Puntilla. Para colmo mi camello, Piñata, era el más viejo de su granja y no parece tener muchas ganas de aventuras. “Es tu destino”, me susurra una voz. Solo entonces sé que debo quedarme, a pesar del dolor de nalgas que me provoca mi nueva faceta de Lawrence de Arabia.

A falta de Internet, saco a pasear mi orientación de boy scout hasta llegar a un desfiladero llamado El Siq, desde donde se adivina una fachada color rosa. Y suspiro, porque al menos ya sé que no estoy en Marte.

Sigo avanzando por el cañón y, ante mis ojos, por fin la descubro: la excelentísima Petra. Una ciudad construida por un pueblo nabateo que se cansó de dormir bajo piel de cabra y se preguntó qué pasaría si trasladaban un programa de Bricomanía a la ladera de un barranco. 

Un paraíso rocoso del que Dubai y sus islas artificiales deberían aprender mucho: El Tesoro es un mausoleo esculpido en la montaña, al igual que su gran anfiteatro o sus casas, en mitad de un lugar donde nadie habría apostado ni por la vida de un cactus. Y por si no fuera suficiente con esculpir columnas en la piedra, también hay capiteles de arenisca rosada tallados con más paciencia que una mañana en Correos. Por eso no es de extrañar que la Unesco nombrase a esta una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno.

Los nabateos ya no están aquí, pero apuesto a que debían tener pasión por los atardeceres. Tras sufrir un orgasmo cósmico, las velas se despliegan en torno a mí y a Piñata se le ponen los ojos tontos. Solo en ese momento es cuando deseo tener a alguien a quien hacerle pedorretas en la barriga y prometernos la luna con los ojos.

Mil y dos noches

Jordania no es solo Petra, sino también desiertos, religión, cultura y cuentos. Sí, en el país oriental, hasta un ladrillo puede esconder una historia épica. A mi me cuentan la de David y Goliat, tan alto como los rascacielos de la capital de Jordania, Amán, la de la llegada de Moisés a la Tierra prometida de Canáan, o la decapitación de Juan Bautista a manos de Herodes en su fortaleza de Mukawir. El país donde nacen las historias y se manifiesta la fe que muchos olvidamos tras la aparición del Aserejé y el padre Apeles.

Al anochecer, el desierto también susurra un cuento, y la arena está tan fresquita que prefiero dormir al amparo de Piñata. A través de Wadi Rum, también conocido como Valle de la Luna, el desierto que al sand trekking se extiende, y un globo de colores cruza esta tierra atemporal. Porque Jordania es como estirar el siglo I d.C. hasta el infinito.

Tras caminar por el desierto descubro sus ciudades, todas ellas bajo un “algo” único: los frescos bizantinos de Umm-Ar-Rasas las columnas de Pella ondeando al cielo o el esplendor de Jerash, donde en algún momento debería celebrarse una carrera de vainas al estilo Tatooine.

Tomo una alfombra mágica durante un tramo, hago ayuno junto a unos monjes cristianos y hasta me atrevo con la artesanía jordana, que pintando mandalas soy nivel senior.

La mar salá

El desierto está muy bien, pero tras caminar por las tierras en las que Mahoma pregonase el ayuno, uno empieza a necesitar un poco de azul. Aquí el agua es un bien cuya procedencia aún sigue siendo motivo de investigación para catedráticos con insomnio, pero haberla la hay, especialmente cuando te acercas a lugares como Betania de Transjordania, donde Jesucristo fue una vez bautizado.

La soledad y los espacios amplios llegan a confundirme en algún momento, y el color marrón da pie a mezquitas perdidas y un camello perdido. Para cuando comienzo a desfallecer, el agua y las palmeras se han vuelto tan necesarios como un cocktail en una reunión de antiguos alumnos.

En Jordania, la mayoría de los oasis giran en torno al Mar Muerto: desde los rebaños de antílopes de Shawmari hasta el cañón de Wadi Mujib, a más de 400 metros bajo el nivel del mar. Pura paradoja en forma de aguas cristalinas que tampoco tienen mucho que envidiar a las playas de Formentera.

Créditos: Turismo de Jordania

Aquí la excesiva sal ha esculpido algodones gigantes en la orilla, y el lodo con el que Cleopatra se hiciese mascarillas queda a disposición de todo forofo del wellness. Un mar de mil misterios cuyos atractivos se extienden hasta los arrecifes del mar Rojo en los que me dispongo a terminar mi particular éxodo.

Tras mi peregrinaje por Jordania, aún no he encontrado respuestas, ni tampoco me ha hablado una zarza.

Pero el lodo me ha dejado un cutis perfecto.

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Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.