Si te has animado a ver Islandia después de engancharte a la Eurocopa o a Juego de Tronos (hay un tour que te lleva por los sitios en que se rueda la serie), es más que probable que te estés planteando una escapada al país, pero ojo, quedas advertido desde ya: Islandia puede arruinarte, y no hablo sólo de la economía (que también), sino del resto de las vacaciones. Después de pasar unos días en la tierra de Björk, todos los destinos palidecen a su lado.

No te va a dar envidia ni el compañero de trabajo que se va a Tailandia, ni el amigo que se ha alquilado un coche para recorrer la Toscana ni el que se va a hacer el otaku a Japón.  Les dirás que qué bien, que qué sitios más chulos, pero para tus adentros pensarás “¡pardillos!”. El problema, claro, es que en algún momento tú querrás volver a irte de vacaciones, y después de Islandia, todo te va a parecer una mierda, igual que en la canción de Astrud. Eso sí, que nadie piense que se va a un paraíso: Islandia se las trae.

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Fotos: Carolina Velasco

Todo es un peligro

Esas encuestas que publican cada año con los países más seguros del mundo mienten: es verdad que tienen una baja criminalidad, pero a cada paso acechan volcanes, terremotos y desprendimientos de rocas. Puede que no todos los días entre en erupción el Eyjafjallajökull, pero el servicio de emergencias  ya está curtido en rescatar a excursionistas, así que según aterrizas en el país te recomiendan en un tono muy serio que te instales una app que va siguiendo tus pasos gracias al GPS y que tiene un enorme botón rojo para pedir ayuda. La cosa no queda ahí: no hay playa, géiser o glaciar en que no te encuentres carteles advirtiendo del peligro mortal que te espera si no sigues las normas de seguridad o quieres emular a Indiana Jones por tu cuenta y riesgo. Y como no se pueden poner puertas al campo, allá tú si quieres aparecer en la sección de sucesos de la prensa islandesa, porque a lo sumo te vas a encontrar un pequeño cordón delimitando algunas áreas.

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Tomadas las precauciones pertinentes y con el equipo adecuado, ya se puede uno lanzar a explorar Islandia, y es ahí cuando uno se arruina la vida, porque por muy altas que lleve uno las expectativas (y yo las llevaba a niveles estratosféricos), se cumplen todas: no hay cascada que no supere a todas las fotos que se hayan podido ver ni géiser que no sorprenda. Y nada te prepara para caminar sobre un glaciar o sumergirte en una piscina térmica natural (el paseíllo gélido hasta el agua, eso sí, no es tan agradable). Habrá quien diga, con razón, que en la Laguna Azul los únicos islandeses que hay son los socorristas y que es imposible hacer una foto de un géiser sin gente, que ya tino podía ser todo tan perfecto en Islandia. Cierto. Pero una vez más, ahí está todo previsto para arruinarte la existencia. Basta con lanzarse a hacer senderismo y en seguida, ¡magia!, no hay nadie, puedes caminar durante un hora sin encontrarte un solo excursionista y disfrutando de paisajes que pensabas que sólo existían en los videoclips de Björk: el síndrome de Stendhal diario está garantizado.

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La capital de moda es Reikiavik

Aunque el principal atractivo de Islandia son sus paisajes marcianos, hasta los alérgicos al campo encontrarán algo que hacer en Reikiavik. Yo pensaba que me iba a aburrir: es una ciudad chiquitina, de andar por casa, que no tiene ni metro, pero sorpresa, al ritmo que lleva, puede morir de éxito. Con sus casitas bajas de chapa metálica, sus calles estrechas y su tranquilidad, Reikiavik parece la ciudad perfecta  para tomarse un respiro, pero una vez más, las apariencias engañan. La capital cada vez atrae más turistas (hasta Kim Kardashian ha ido allí a hacerse el selfie de rigor) y pobre de ti si dejas la reserva del alojamiento para el último momento, sobre todo si vas a sitios en los que sólo hay dos o tres hoteles (en Skogar me las vi y me las deseé para reservar habitación con seis meses de antelación). Parte de la culpa de que se esté convirtiendo en la capital de moda es su activa vida cultural y la cantidad de festivales que se celebran allí, entre ellos, el Sónar, que tiene en la “isla de hielo” un hermano “pequeño” en febrero. No es el único: el Airwaves en noviembre y el Secret Solstice en junio atraen a miles de personas y además dejan estampas como la de Die Antwoord disfrutando de la Laguna Azul. Si aún así te parece poco, el Orgullo Gay se celebra en agosto y concentra en las calles de Reikiavik tanta gente como la que salió a recibir a la selección: nada mal para una ciudad de 120.000 habitantes y cuyas principales atracciones, a falta de grandes museos, son la catedral brutalista y el auditorio Harpa, probablemente uno de los más modernos de Europa: no es que Björk sea rarita, es que lo de la tradición no les va mucho en un país cuyo paisaje está en perpetuo cambio.

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Para “colmo”, la gente es encantadora, hablan inglés hasta los conductores de autobuses, hay wifi hasta en el café más modesto y con 24 horas de luz en verano, los días cunden más de lo que el cuerpo da de sí. Si te vas a Islandia de vacaciones es más que probable que antes de coger el vuelo de regreso estés pensando ya en cuándo y cómo volver al país para ver lo que se te ha quedado en el tintero, tratar de cazar una aurora boreal o animarte con una de esas rutas de senderismo de 25 kilómetros con nombres imposibles como Landmannalaugar, aun a riesgo de dejarte la cartera (las cervezas rondan los 10 euros, 5 el café) y el corazón, porque a ver dónde voy yo ahora de vacaciones que no palidezca al lado de la isla vikinga.

No te va a dar envidia ni el compañero de trabajo que se va a Tailandia, ni el amigo que se ha alquilado un coche para recorrer la Toscana ni el que se va a hacer el otaku a Japón.  Les dirás que qué bien, que qué sitios más chulos, pero para tus adentros pensarás “¡pardillos!”. El problema, claro, es que en algún momento tú querrás volver a irte de vacaciones, y después de Islandia, todo te va a parecer una mierda, igual que en la canción de Astrud. Eso sí, que nadie piense que se va a un paraíso: Islandia se las trae.

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Fotos: Carolina Velasco

Todo es un peligro

Esas encuestas que publican cada año con los países más seguros del mundo mienten: es verdad que tienen una baja criminalidad, pero a cada paso acechan volcanes, terremotos y desprendimientos de rocas. Puede que no todos los días entre en erupción el Eyjafjallajökull, pero el servicio de emergencias  ya está curtido en rescatar a excursionistas, así que según aterrizas en el país te recomiendan en un tono muy serio que te instales una app que va siguiendo tus pasos gracias al GPS y que tiene un enorme botón rojo para pedir ayuda. La cosa no queda ahí: no hay playa, géiser o glaciar en que no te encuentres carteles advirtiendo del peligro mortal que te espera si no sigues las normas de seguridad o quieres emular a Indiana Jones por tu cuenta y riesgo. Y como no se pueden poner puertas al campo, allá tú si quieres aparecer en la sección de sucesos de la prensa islandesa, porque a lo sumo te vas a encontrar un pequeño cordón delimitando algunas áreas.

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Tomadas las precauciones pertinentes y con el equipo adecuado, ya se puede uno lanzar a explorar Islandia, y es ahí cuando uno se arruina la vida, porque por muy altas que lleve uno las expectativas (y yo las llevaba a niveles estratosféricos), se cumplen todas: no hay cascada que no supere a todas las fotos que se hayan podido ver ni géiser que no sorprenda. Y nada te prepara para caminar sobre un glaciar o sumergirte en una piscina térmica natural (el paseíllo gélido hasta el agua, eso sí, no es tan agradable). Habrá quien diga, con razón, que en la Laguna Azul los únicos islandeses que hay son los socorristas y que es imposible hacer una foto de un géiser sin gente, que ya tino podía ser todo tan perfecto en Islandia. Cierto. Pero una vez más, ahí está todo previsto para arruinarte la existencia. Basta con lanzarse a hacer senderismo y en seguida, ¡magia!, no hay nadie, puedes caminar durante un hora sin encontrarte un solo excursionista y disfrutando de paisajes que pensabas que sólo existían en los videoclips de Björk: el síndrome de Stendhal diario está garantizado.

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La capital de moda es Reikiavik

Aunque el principal atractivo de Islandia son sus paisajes marcianos, hasta los alérgicos al campo encontrarán algo que hacer en Reikiavik. Yo pensaba que me iba a aburrir: es una ciudad chiquitina, de andar por casa, que no tiene ni metro, pero sorpresa, al ritmo que lleva, puede morir de éxito. Con sus casitas bajas de chapa metálica, sus calles estrechas y su tranquilidad, Reikiavik parece la ciudad perfecta  para tomarse un respiro, pero una vez más, las apariencias engañan. La capital cada vez atrae más turistas (hasta Kim Kardashian ha ido allí a hacerse el selfie de rigor) y pobre de ti si dejas la reserva del alojamiento para el último momento, sobre todo si vas a sitios en los que sólo hay dos o tres hoteles (en Skogar me las vi y me las deseé para reservar habitación con seis meses de antelación). Parte de la culpa de que se esté convirtiendo en la capital de moda es su activa vida cultural y la cantidad de festivales que se celebran allí, entre ellos, el Sónar, que tiene en la “isla de hielo” un hermano “pequeño” en febrero. No es el único: el Airwaves en noviembre y el Secret Solstice en junio atraen a miles de personas y además dejan estampas como la de Die Antwoord disfrutando de la Laguna Azul. Si aún así te parece poco, el Orgullo Gay se celebra en agosto y concentra en las calles de Reikiavik tanta gente como la que salió a recibir a la selección: nada mal para una ciudad de 120.000 habitantes y cuyas principales atracciones, a falta de grandes museos, son la catedral brutalista y el auditorio Harpa, probablemente uno de los más modernos de Europa: no es que Björk sea rarita, es que lo de la tradición no les va mucho en un país cuyo paisaje está en perpetuo cambio.

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Para “colmo”, la gente es encantadora, hablan inglés hasta los conductores de autobuses, hay wifi hasta en el café más modesto y con 24 horas de luz en verano, los días cunden más de lo que el cuerpo da de sí. Si te vas a Islandia de vacaciones es más que probable que antes de coger el vuelo de regreso estés pensando ya en cuándo y cómo volver al país para ver lo que se te ha quedado en el tintero, tratar de cazar una aurora boreal o animarte con una de esas rutas de senderismo de 25 kilómetros con nombres imposibles como Landmannalaugar, aun a riesgo de dejarte la cartera (las cervezas rondan los 10 euros, 5 el café) y el corazón, porque a ver dónde voy yo ahora de vacaciones que no palidezca al lado de la isla vikinga.

mm
Desde que me mudé a Berlín he descubierto que es más fácil viajar a bajo cero que declinar en alemán, así que cuando no estoy dándole a la tecla ando tramando mi próxima escapada: si ademas incluye lugares en los que perderse, mil veces mejor. Si registran mi maleta van a encontrar más cámaras de fotos que ropa. No sé decir no a un buen rastro, a un concierto ni a una cerveza.