A Spider-Man le picó una araña, Batman superó sus traumas vistiéndose de murciélago y Superman vino del planeta Kripton, pero el poder que convierte a alguien en Superviajero hay que buscarlo en la India, ese país que deja a la altura del betún los cinco sentidos para descubrirte otros nuevos entre mandalas, colores y playas llenas de vacas.

Namaste JI

Tras siete horas de vuelo  llego en un avión con olor a curry al aeropuerto de Indira Gandhi, en Nueva Delhi, admirando el mapa de luces de esa ciudad que equivale a la población de tres Cataluñas juntas. Después, un cambio en rupias, muchos elefantes de mármol y una nube de niebla que me hace llevarme las manos a la nariz mientras imagino un prado asturiano. Si mis pulmones pueden con esto, podrán con todo.

Tras tomar una motocicleta estilo hindi, el llamado rickshaw, su chófer, un amante ferviente del azulado dios Krishna a juzgar por todas las estampitas que lleva colgadas, apenas musita palabra, solo escucha una canción de Asha Bhosle mientras yo contemplo a las vacas de colores durmiendo en el arcén y lo que parece ser el amanecer.

Agra, la ciudad del Taj Mahal, es mi primera parada, y es allí donde el dueño de mi hotel viene a recibirme como si fuera un marahá. Acelerado, voy a darle la mano pero él se inclina con las manos juntas a la altura del pecho: Namaste. Y yo, tan occidental, repito el movimiento a duras penas. Algo cruje.

– ¿Recuerda mi habitación?-. Y ladea con la cabeza.- ¿No? -. -Yes, yes -. Genial, en India decir no es sí. Y vuelve a inclinarse: Namaste Ji. Yo repito el gesto: Namaste. “JI”, me matiza con retintín, y  seguidamente me enseña una habitación que huele a lumbre y  sándalo donde lucen cuadros de Ganesha y otros tantos dioses-superhéroes de la India. Después un canto, similar a uno apocalíptico, se entona sobre los tejados invitando a la oración mientras el dueño vuelve con un té afrodisiaco. Too much.

Duermo 14 horas, como nunca antes en mi vida. Y voy a necesitarlas, porque, aunque aún no lo sepa, la India tiene un plan secreto para liberar mis sentidos y convertirme en un Superviajero.
Pero antes, un poco de amor.

This hindi thing called Love

En 1632, el príncipe Shah Jahan decidió erigir el mausoleo más bonito del mundo en honor a su esposa, Mumtaz Mahal, quien murió tras dar a luz a su décimocuarto hijo. Y le puso el nombre que hoy todos conocemos. El Taj Mahal está custodiado por monos roba-cámaras, camellos y motocicletas polvorientas, pero una vez atraviesas sus controles sientes que has entrado en una dimensión celestial: una de amaneceres místicos, cúpulas de ensueño y esa atmósfera preciosista-exótica propia de las Mil y Una Noches.

El sol se eleva, ya he cruzado el río Yamuna para tomar la milésima foto del maravilloso Taj  y siento que tengo que seguir recorriendo la ciudad. Mientras aguardamos en un cruce a que “algo” se mueva, una vaca asoma la cabeza en el interior del rickshaw. Sí, en India las vacas son madres de una cultura que siempre tendrán preferencia en los atascos.

En las calles los niños corren desnudos pero nos regalan las sonrisas más puras que he visto en el mundo, un hombre en cueros hace la flor de loto en una esquina y las praderas se llenan de los colores de cientos de saris tendidos al sol. Y claro, la vista se esfuerza por soportar tanto estímulo, y el paladar los sabores del tandoori, el dhal o el pollo masala que me llevan a comer en un jardín secreto.

El siguiente paso de mi “autoentrenamiento” viajero consiste en viajar en tren por la India, concretamente en la clase Sleeper, barata y cómoda, junto con otros cinco indios que me dicen que parezco de Bangalore y que dónde me he dejado a mi esposa, todo ello sin mencionar ese deporte de riesgo que supone ir al baño de un tren indio. Después, el mundo pasa de marrón a verde tropical: el río Ganges me susurra algo, una mujer pasa para leerme la mano y decirme que en mi segunda vida fui un mercader persa mientras alguien me cuela pasteles de verdura por la ventana en cada una de las estaciones en las que paramos. Y tras treinta y dos horas, medio valium  y varios apagones de luz en mitad de la selva, llego a mi siguiente destino.

Goa, una de las paradas de la ruta hippie de los 60, es todo lo que se le puede pedir al paraíso: playas kilométricas, palmeras e iglesias portuguesas. Y por si no tuviera suficiente con las inclinaciones del Namaste, mi primera clase de yoga pro con el dueño del guesthouse termina por rematarme. Pero lo intento.

A ello le sigue una tarde en Arambol Beach y un paseo en moto por las praderas en las que duermen las vacas (que también se asoman a mi ventana por la mañana, en los restaurantes, en los mercadillos y las playas) seguido de una de las fiestas de trance que se celebran entre palmeras a medianoche y a la que acuden en masa los indios del interior para aparcar unos días su espiritualidad, veganismo y dietas detox. Nada como un manojo de contradicciones, bakalao indio y vacas despertadores para potenciar los sentidos.

Palmeras, iglesias-casino y un culebrón hindi

Mi viaje sensorial finaliza en Kerala, el estado más tropical de la India, famoso por sus backwaters o embarcaciones a través de un exuberante sistema de marismas antaño unido a Madagascar, o lugares como Fort Kochi, donde su encanto cosmopolita y sus famosas redes chinas me regalan el mejor atardecer de mi vida.

Fotos de Alberto Piernas

Después toca ir a Kumily, un pueblo de interior cuyos campos de té reúnen tantos tonos de verde como puedas imaginar y los templos e iglesias son decoradas con luces de casino de Las Vegas. Mi olfato ya detecta los aromas del kardamomo a diez kilómetros de distancia en este paraíso de las especias y mi paladar los mil matices de una simple salsa. Yo, que solo huelo a corcho cuando me dan un tapón de vino.

La mezcolanza de sentidos es tal que decido hacer un parón entrando a un cine donde proyectan una película masala (mezcla de comedia, drama, musical y thriller en un mismo metraje de tres horas). Pero incluso la industria de Bollywood sabe cómo reinventar las experiencias y hacer que Moulin Rouge parezca un cortometraje insípido en comparación al cine indio.

Y así, tras tres horas salgo llorando, riendo y bailando del cine al mismo tiempo, la mejor metáfora de mi viaje por la tierra de los sentidos, esa en las que el curry ha potenciado mi gusto, los atardeceres la vista, la música de un sitar los oídos, el sándalo el olfato y el pelaje de las vacas el tacto dando pie a otros nuevos, otros que me permitirán viajar allá donde quiera en un futuro a partir de ahora; quizás a un volcán mortífero, a Gotham, a la Atlántida, a Saturno.

Al Nirvana.

¿Aceptas el reto?

Namaste JI

Tras siete horas de vuelo  llego en un avión con olor a curry al aeropuerto de Indira Gandhi, en Nueva Delhi, admirando el mapa de luces de esa ciudad que equivale a la población de tres Cataluñas juntas. Después, un cambio en rupias, muchos elefantes de mármol y una nube de niebla que me hace llevarme las manos a la nariz mientras imagino un prado asturiano. Si mis pulmones pueden con esto, podrán con todo.

Tras tomar una motocicleta estilo hindi, el llamado rickshaw, su chófer, un amante ferviente del azulado dios Krishna a juzgar por todas las estampitas que lleva colgadas, apenas musita palabra, solo escucha una canción de Asha Bhosle mientras yo contemplo a las vacas de colores durmiendo en el arcén y lo que parece ser el amanecer.

Agra, la ciudad del Taj Mahal, es mi primera parada, y es allí donde el dueño de mi hotel viene a recibirme como si fuera un marahá. Acelerado, voy a darle la mano pero él se inclina con las manos juntas a la altura del pecho: Namaste. Y yo, tan occidental, repito el movimiento a duras penas. Algo cruje.

– ¿Recuerda mi habitación?-. Y ladea con la cabeza.- ¿No? -. -Yes, yes -. Genial, en India decir no es sí. Y vuelve a inclinarse: Namaste Ji. Yo repito el gesto: Namaste. “JI”, me matiza con retintín, y  seguidamente me enseña una habitación que huele a lumbre y  sándalo donde lucen cuadros de Ganesha y otros tantos dioses-superhéroes de la India. Después un canto, similar a uno apocalíptico, se entona sobre los tejados invitando a la oración mientras el dueño vuelve con un té afrodisiaco. Too much.

Duermo 14 horas, como nunca antes en mi vida. Y voy a necesitarlas, porque, aunque aún no lo sepa, la India tiene un plan secreto para liberar mis sentidos y convertirme en un Superviajero.
Pero antes, un poco de amor.

This hindi thing called Love

En 1632, el príncipe Shah Jahan decidió erigir el mausoleo más bonito del mundo en honor a su esposa, Mumtaz Mahal, quien murió tras dar a luz a su décimocuarto hijo. Y le puso el nombre que hoy todos conocemos. El Taj Mahal está custodiado por monos roba-cámaras, camellos y motocicletas polvorientas, pero una vez atraviesas sus controles sientes que has entrado en una dimensión celestial: una de amaneceres místicos, cúpulas de ensueño y esa atmósfera preciosista-exótica propia de las Mil y Una Noches.

El sol se eleva, ya he cruzado el río Yamuna para tomar la milésima foto del maravilloso Taj  y siento que tengo que seguir recorriendo la ciudad. Mientras aguardamos en un cruce a que “algo” se mueva, una vaca asoma la cabeza en el interior del rickshaw. Sí, en India las vacas son madres de una cultura que siempre tendrán preferencia en los atascos.

En las calles los niños corren desnudos pero nos regalan las sonrisas más puras que he visto en el mundo, un hombre en cueros hace la flor de loto en una esquina y las praderas se llenan de los colores de cientos de saris tendidos al sol. Y claro, la vista se esfuerza por soportar tanto estímulo, y el paladar los sabores del tandoori, el dhal o el pollo masala que me llevan a comer en un jardín secreto.

El siguiente paso de mi “autoentrenamiento” viajero consiste en viajar en tren por la India, concretamente en la clase Sleeper, barata y cómoda, junto con otros cinco indios que me dicen que parezco de Bangalore y que dónde me he dejado a mi esposa, todo ello sin mencionar ese deporte de riesgo que supone ir al baño de un tren indio. Después, el mundo pasa de marrón a verde tropical: el río Ganges me susurra algo, una mujer pasa para leerme la mano y decirme que en mi segunda vida fui un mercader persa mientras alguien me cuela pasteles de verdura por la ventana en cada una de las estaciones en las que paramos. Y tras treinta y dos horas, medio valium  y varios apagones de luz en mitad de la selva, llego a mi siguiente destino.

Goa, una de las paradas de la ruta hippie de los 60, es todo lo que se le puede pedir al paraíso: playas kilométricas, palmeras e iglesias portuguesas. Y por si no tuviera suficiente con las inclinaciones del Namaste, mi primera clase de yoga pro con el dueño del guesthouse termina por rematarme. Pero lo intento.

A ello le sigue una tarde en Arambol Beach y un paseo en moto por las praderas en las que duermen las vacas (que también se asoman a mi ventana por la mañana, en los restaurantes, en los mercadillos y las playas) seguido de una de las fiestas de trance que se celebran entre palmeras a medianoche y a la que acuden en masa los indios del interior para aparcar unos días su espiritualidad, veganismo y dietas detox. Nada como un manojo de contradicciones, bakalao indio y vacas despertadores para potenciar los sentidos.

Palmeras, iglesias-casino y un culebrón hindi

Mi viaje sensorial finaliza en Kerala, el estado más tropical de la India, famoso por sus backwaters o embarcaciones a través de un exuberante sistema de marismas antaño unido a Madagascar, o lugares como Fort Kochi, donde su encanto cosmopolita y sus famosas redes chinas me regalan el mejor atardecer de mi vida.

Fotos de Alberto Piernas

Después toca ir a Kumily, un pueblo de interior cuyos campos de té reúnen tantos tonos de verde como puedas imaginar y los templos e iglesias son decoradas con luces de casino de Las Vegas. Mi olfato ya detecta los aromas del kardamomo a diez kilómetros de distancia en este paraíso de las especias y mi paladar los mil matices de una simple salsa. Yo, que solo huelo a corcho cuando me dan un tapón de vino.

La mezcolanza de sentidos es tal que decido hacer un parón entrando a un cine donde proyectan una película masala (mezcla de comedia, drama, musical y thriller en un mismo metraje de tres horas). Pero incluso la industria de Bollywood sabe cómo reinventar las experiencias y hacer que Moulin Rouge parezca un cortometraje insípido en comparación al cine indio.

Y así, tras tres horas salgo llorando, riendo y bailando del cine al mismo tiempo, la mejor metáfora de mi viaje por la tierra de los sentidos, esa en las que el curry ha potenciado mi gusto, los atardeceres la vista, la música de un sitar los oídos, el sándalo el olfato y el pelaje de las vacas el tacto dando pie a otros nuevos, otros que me permitirán viajar allá donde quiera en un futuro a partir de ahora; quizás a un volcán mortífero, a Gotham, a la Atlántida, a Saturno.

Al Nirvana.

¿Aceptas el reto?

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Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.