FAN

Debo ser un muñeco de nieve porque el invierno me da la vida. 

En Laponia hace frío, pero yo me río. Porque soy de esas rara avis a las que les gusta el invierno. Me gusta se queda corto, como le pasaba a Facebook. Escogería el emoticono de corazón aka me encanta para ser más fiel a lo que es el invierno para mí. Voy a exponer mis razones porque seguro que a estas alturas ya se me está tomando por mujer con pocas luces (de Navidad, al poder ser).

Cuando me voy a la cama me gusta notarla fría. Eso en invierno está garantizado.  Ya dentro del sobre, me gusta que sea uno de esos verdes de Correos, gruesos y con bolitas que se petan, no uno fino de papel de fumar.  Vaya que me gusta tener capas encima, notar que hay un ligero peso sobre mí que me protege de que pequeños ponys entren en mis sueños. Hasta que llegó Ikea con sus nórdicos y empecé a perder calidad de vida invernal.

Sopas. Cremas de verduras. Lentejas. Garbanzos. Cocidos varios. Alubias. Y más sopa. Ramen si tienes barba. Esto no es un spot del Ministerio de Sanidad que descubre a los niños que hay algo más para comer que ese pollo que es más de juguete que el merchandising de la última película de pingüinos que haya en cartelera con el que lo sirven. Hablo de la comida de madre, de abuela, de suegra (Peor. Siempre.), de menú de restaurante con mantel de papel que te desea buen provecho. De la mejor comida, la que te empaña las gafas cuando te acercas a olerla, la que solo cuando hace frío fuera puede disfrutarse porque compensa los calores que te da, esa que te pide vino y siesta, esa que se echa de menos.

Tu casa en invierno es hogar. Más que nunca. Y no lo digo yo, lo dice la ciencia. En invierno se dan las condiciones climatológicas ideales para que los átomos que forman tu sofá, tu cuerpo y esa manta que te regaló alguien que perdió la razón con el DIY, se fusionen. En algunos casos se trata hasta de fisión. Y en el 90% de los casos se trata de ficción, porque de esa guisa (batamanta en las versiones más outsider) y a un sofá pegado, se engullen más películas y series que en el resto del año. No tengo datos de las ventas de palomitas de microondas, pero seguro que los chicos del maíz, lo petan en invierno.

El poder de atracción del fenómeno sofamantaytú en invierno es incuestionable. Pero también la aventura de salir a la calle y caminar entre ninjas. Cruzarte una y otra vez con gente tan tapada que solo se le ven los ojos, tiene su qué, como si protagonizaras un videojuego y nunca supieras si alguien te va a dejar pasar o te va a saltar por encima para conseguir una vida extra.

Las terrazas de invierno con esas setas que te queman las pestañas mientras tu cuerpo sigue con fresquíbiri, películas, conciertos, obras de teatrohay todo un mundo ahí fuera en invierno que no hiberna, que está más calentito que nunca y del que solo estamos a una thermolactyl de distancia.

Ver a toda esa gente vestida de flúor robándole blanco al blanco, flúor en sus cabezas, flúor en sus labios, ver a toda esa gente embutida en telas primas hermanas de los chándales de táctel, verte rodeada de osos panda en el restaurante de las pistas cuando todos se quitan las gafas de espejoeso es maravilloso, es ser Jim Carrey en Dos tontos muy tontos. No descarto un fin de semana alpino este invierno ni que sea deslizándome con una bolsa de plástico en la pista de

En ningún otro momento del año piensas que serás rico. Ni pones un muñeco en la puerta de tu casa con lo que te sobra del verdulero, ni luces capaces de provocar una crisis nerviosa al vecino. Ni Montserrat Caballé tiene los ojos fuera de las cuencas, ni Raphael los dientes desencajados. Ni ser chica y hacer gimnasia rítmica te convierte en burbuja. Ni los troncos de árbol defecan regalos por mucho que se les pegue. Ni los barbudos excéntricos con sobrepeso vestidos de rojo despiertan ternura. Ni se te ocurriría poner leche y galletas a unos camellos.

Solo en invierno sale música de una botella de anís y tu edad mental vuelve a ser de 5 años si ves nevar.

En invierno todo acaba y todo empieza. Vamos abriendo puertas y cerrando heridas, hacemos el balance de lo bueno y malo, 5 minutos antes de la cuenta atrás. Pararse a pensar, proponerse mejorar cosas, comprarse tazas de Mr.Wonderful… eso está bien (o no). Por mucho que, antes de que ni siquiera se huela la primavera, te veas con el cigarro número 28 del día en la mano, decidiendo por enésima vez que será mejor ir al gimnasio otro día.

Fin.

TROLL

Tampoco me gusta el invierno nada. 

Vale, ¿cuáles son los supuestos placeres más ponderados del invierno? No se suda, nevadas idílicas con niños haciendo muñecos de nieve, parejas tiradas en el blanco manto dibujando ángeles con los brazos y piernas y tú, contemplando el espectáculo desde la ventana de tu confortable hogar con una taza de té calentándote las manos. O sea A B U R R I M I E N T O.

“No se suda”, a ver, eso de que no se suda es discutible. Te pongo en situación: cuatro grados en la calle, sensación térmica de estar esperando el autobús en una parada al lado de una cueva en Hoth, y aun así entras en cualquier establecimiento con calefacción y parece que has entrado en las calderas del infierno. Ahí hasta a la mismísima Reina de las Nieves se le empañan las gafas y empieza a sudar por cada majestuosa glándula sudorípara de su cuerpo. Si encima donde entramos es el metro es peor porque, además de sudar tú con la calefacción, suda todo el mundo alrededor de ti. No sé tú pero yo el único sitio donde admito sudar en público es aquí.

¿Y los resfriados? Aguantar que la gente te rocíe con sus estornudos forma parte de la rutina invernal, porque otro hecho indiscutible es que en invierno el metro se convierte en una olla a presión de virus y mocos, menos mal que tenemos las sopas para amansar esos resfriados.

El siguiente punto de por qué odio el invierno es lo incómoda que es la logística invernal: salir de casa supone armarte contra el frío: medias, pantalones, camiseta, jersey gordito, abrigo, guantes, bufanda, gorro. Entras en el metro – holabuenosdías – te quitas el gorro, la bufanda, los guantes el abrigo, el jersey gordito. Venga que ya he llegado –te pones el gorro, la bufanda, los guantes, el abrigo, el jersey gordito-. Llegas al trabajo, te quitas el gorro, la bufanda, los guantNO!! HAS PERDIDO UNO DE LOS GUANTES Y, POR SUPUESTO, hoy no llevabas los feos de los Minions que te regaló tu exsuegra, hoy llevabas los preciosos de piel buena que te compraste en ASOS con mucha fatiguita.

No hay mayor tristeza que ver por la calle a gente vestida como conductores de trineos de perros en Alaska y el CLÁSICO: la vecina yendo con el pijama debajo del abrigo a la panadería y que encima en el ascensor te explica -porque hay “confi” según impone ella- que lleva tres meses sin depilarse porque “total con las medias tupiditas y los pantalones los pelos no se ven”. Hija mía date un láser, por caridad cristiana te lo pido, que nunca se sabe cuándo vas a tener un Match en Tinder y Dios no quiera que pierdas la oportunidad de conocer al amor de tu vida.

A priori a todo el mundo le encanta la nieve. Te diré una cosa en Barcelona donde yo vivo los más ancianos todavía RECORDAMOS el aciago día del ocho de marzo de dos mil diez: el día la Gran Nevada. Nadie pudo contemplar el espectáculo sobrecogedor de la nieve cayendo sobre la ciudad desde la seguridad confortable de su casa porque a todo el mundo nos pilló en día LABORABLE y en el puesto de trabajo. A las 15:00 los nivómetros marcaban MENOS de un milímetro de nieve y la ciudad se colapsó dramáticamente: la red de transporte público completamente parada, las calles en tinieblas por el alumbrado interrumpido, coches abandonados por sus dueños en las cunetas de las autopistas, lobos aullando en la oscuridad, gentes comiéndose los unos a los otros y yo siendo rescatada de mi oficina a las 21:00 por un perro San Bernardo con ojeras bondadosas y un barrilito de whisky de rellenar bombones. Llegué a mi casa a las 0:40 y, sin embargo, al día siguiente no había ya ni rastro de nieve en la calle por lo que tuve que ir a trabajar como una titana.

Y eso no fue lo peor, lo peor fue que NADIE tenía Instagram (vale, ok, Ladychichi_86 y tú, que sois muy modernos, sí que teníais ya una cuenta activa y a pleno rendimiento de seguidores en 2010, pero yo me refería a que nadie NORMAL la tenía) con lo que la nevada no nos mereció la pena a nadie: ni para escaquearnos del trabajo, ni para posturear como está mandado.

¿Así que sabes qué? Para mí las supuestas maravillas invernales NO SON suficientes como para que me sienta compensada por los largos meses sin calor, sol, playa y alegría. Así que yo me voy a aquí hasta que empiecen los primeros brotes de calor.

FAN

Debo ser un muñeco de nieve porque el invierno me da la vida. 

En Laponia hace frío, pero yo me río. Porque soy de esas rara avis a las que les gusta el invierno. Me gusta se queda corto, como le pasaba a Facebook. Escogería el emoticono de corazón aka me encanta para ser más fiel a lo que es el invierno para mí. Voy a exponer mis razones porque seguro que a estas alturas ya se me está tomando por mujer con pocas luces (de Navidad, al poder ser).

Cuando me voy a la cama me gusta notarla fría. Eso en invierno está garantizado.  Ya dentro del sobre, me gusta que sea uno de esos verdes de Correos, gruesos y con bolitas que se petan, no uno fino de papel de fumar.  Vaya que me gusta tener capas encima, notar que hay un ligero peso sobre mí que me protege de que pequeños ponys entren en mis sueños. Hasta que llegó Ikea con sus nórdicos y empecé a perder calidad de vida invernal.

Sopas. Cremas de verduras. Lentejas. Garbanzos. Cocidos varios. Alubias. Y más sopa. Ramen si tienes barba. Esto no es un spot del Ministerio de Sanidad que descubre a los niños que hay algo más para comer que ese pollo que es más de juguete que el merchandising de la última película de pingüinos que haya en cartelera con el que lo sirven. Hablo de la comida de madre, de abuela, de suegra (Peor. Siempre.), de menú de restaurante con mantel de papel que te desea buen provecho. De la mejor comida, la que te empaña las gafas cuando te acercas a olerla, la que solo cuando hace frío fuera puede disfrutarse porque compensa los calores que te da, esa que te pide vino y siesta, esa que se echa de menos.

Tu casa en invierno es hogar. Más que nunca. Y no lo digo yo, lo dice la ciencia. En invierno se dan las condiciones climatológicas ideales para que los átomos que forman tu sofá, tu cuerpo y esa manta que te regaló alguien que perdió la razón con el DIY, se fusionen. En algunos casos se trata hasta de fisión. Y en el 90% de los casos se trata de ficción, porque de esa guisa (batamanta en las versiones más outsider) y a un sofá pegado, se engullen más películas y series que en el resto del año. No tengo datos de las ventas de palomitas de microondas, pero seguro que los chicos del maíz, lo petan en invierno.

El poder de atracción del fenómeno sofamantaytú en invierno es incuestionable. Pero también la aventura de salir a la calle y caminar entre ninjas. Cruzarte una y otra vez con gente tan tapada que solo se le ven los ojos, tiene su qué, como si protagonizaras un videojuego y nunca supieras si alguien te va a dejar pasar o te va a saltar por encima para conseguir una vida extra.

Las terrazas de invierno con esas setas que te queman las pestañas mientras tu cuerpo sigue con fresquíbiri, películas, conciertos, obras de teatrohay todo un mundo ahí fuera en invierno que no hiberna, que está más calentito que nunca y del que solo estamos a una thermolactyl de distancia.

Ver a toda esa gente vestida de flúor robándole blanco al blanco, flúor en sus cabezas, flúor en sus labios, ver a toda esa gente embutida en telas primas hermanas de los chándales de táctel, verte rodeada de osos panda en el restaurante de las pistas cuando todos se quitan las gafas de espejoeso es maravilloso, es ser Jim Carrey en Dos tontos muy tontos. No descarto un fin de semana alpino este invierno ni que sea deslizándome con una bolsa de plástico en la pista de

En ningún otro momento del año piensas que serás rico. Ni pones un muñeco en la puerta de tu casa con lo que te sobra del verdulero, ni luces capaces de provocar una crisis nerviosa al vecino. Ni Montserrat Caballé tiene los ojos fuera de las cuencas, ni Raphael los dientes desencajados. Ni ser chica y hacer gimnasia rítmica te convierte en burbuja. Ni los troncos de árbol defecan regalos por mucho que se les pegue. Ni los barbudos excéntricos con sobrepeso vestidos de rojo despiertan ternura. Ni se te ocurriría poner leche y galletas a unos camellos.

Solo en invierno sale música de una botella de anís y tu edad mental vuelve a ser de 5 años si ves nevar.

En invierno todo acaba y todo empieza. Vamos abriendo puertas y cerrando heridas, hacemos el balance de lo bueno y malo, 5 minutos antes de la cuenta atrás. Pararse a pensar, proponerse mejorar cosas, comprarse tazas de Mr.Wonderful… eso está bien (o no). Por mucho que, antes de que ni siquiera se huela la primavera, te veas con el cigarro número 28 del día en la mano, decidiendo por enésima vez que será mejor ir al gimnasio otro día.

Fin.

TROLL

Tampoco me gusta el invierno nada. 

Vale, ¿cuáles son los supuestos placeres más ponderados del invierno? No se suda, nevadas idílicas con niños haciendo muñecos de nieve, parejas tiradas en el blanco manto dibujando ángeles con los brazos y piernas y tú, contemplando el espectáculo desde la ventana de tu confortable hogar con una taza de té calentándote las manos. O sea A B U R R I M I E N T O.

“No se suda”, a ver, eso de que no se suda es discutible. Te pongo en situación: cuatro grados en la calle, sensación térmica de estar esperando el autobús en una parada al lado de una cueva en Hoth, y aun así entras en cualquier establecimiento con calefacción y parece que has entrado en las calderas del infierno. Ahí hasta a la mismísima Reina de las Nieves se le empañan las gafas y empieza a sudar por cada majestuosa glándula sudorípara de su cuerpo. Si encima donde entramos es el metro es peor porque, además de sudar tú con la calefacción, suda todo el mundo alrededor de ti. No sé tú pero yo el único sitio donde admito sudar en público es aquí.

¿Y los resfriados? Aguantar que la gente te rocíe con sus estornudos forma parte de la rutina invernal, porque otro hecho indiscutible es que en invierno el metro se convierte en una olla a presión de virus y mocos, menos mal que tenemos las sopas para amansar esos resfriados.

El siguiente punto de por qué odio el invierno es lo incómoda que es la logística invernal: salir de casa supone armarte contra el frío: medias, pantalones, camiseta, jersey gordito, abrigo, guantes, bufanda, gorro. Entras en el metro – holabuenosdías – te quitas el gorro, la bufanda, los guantes el abrigo, el jersey gordito. Venga que ya he llegado –te pones el gorro, la bufanda, los guantes, el abrigo, el jersey gordito-. Llegas al trabajo, te quitas el gorro, la bufanda, los guantNO!! HAS PERDIDO UNO DE LOS GUANTES Y, POR SUPUESTO, hoy no llevabas los feos de los Minions que te regaló tu exsuegra, hoy llevabas los preciosos de piel buena que te compraste en ASOS con mucha fatiguita.

No hay mayor tristeza que ver por la calle a gente vestida como conductores de trineos de perros en Alaska y el CLÁSICO: la vecina yendo con el pijama debajo del abrigo a la panadería y que encima en el ascensor te explica -porque hay “confi” según impone ella- que lleva tres meses sin depilarse porque “total con las medias tupiditas y los pantalones los pelos no se ven”. Hija mía date un láser, por caridad cristiana te lo pido, que nunca se sabe cuándo vas a tener un Match en Tinder y Dios no quiera que pierdas la oportunidad de conocer al amor de tu vida.

A priori a todo el mundo le encanta la nieve. Te diré una cosa en Barcelona donde yo vivo los más ancianos todavía RECORDAMOS el aciago día del ocho de marzo de dos mil diez: el día la Gran Nevada. Nadie pudo contemplar el espectáculo sobrecogedor de la nieve cayendo sobre la ciudad desde la seguridad confortable de su casa porque a todo el mundo nos pilló en día LABORABLE y en el puesto de trabajo. A las 15:00 los nivómetros marcaban MENOS de un milímetro de nieve y la ciudad se colapsó dramáticamente: la red de transporte público completamente parada, las calles en tinieblas por el alumbrado interrumpido, coches abandonados por sus dueños en las cunetas de las autopistas, lobos aullando en la oscuridad, gentes comiéndose los unos a los otros y yo siendo rescatada de mi oficina a las 21:00 por un perro San Bernardo con ojeras bondadosas y un barrilito de whisky de rellenar bombones. Llegué a mi casa a las 0:40 y, sin embargo, al día siguiente no había ya ni rastro de nieve en la calle por lo que tuve que ir a trabajar como una titana.

Y eso no fue lo peor, lo peor fue que NADIE tenía Instagram (vale, ok, Ladychichi_86 y tú, que sois muy modernos, sí que teníais ya una cuenta activa y a pleno rendimiento de seguidores en 2010, pero yo me refería a que nadie NORMAL la tenía) con lo que la nevada no nos mereció la pena a nadie: ni para escaquearnos del trabajo, ni para posturear como está mandado.

¿Así que sabes qué? Para mí las supuestas maravillas invernales NO SON suficientes como para que me sienta compensada por los largos meses sin calor, sol, playa y alegría. Así que yo me voy a aquí hasta que empiecen los primeros brotes de calor.

mm
Nivel medio-alto de inglés. Permiso de conducir B1. Miopía. Y muchas cosas más.