Anochece en Bali. Campos de arroz desplegados en perspectiva. Borbotones de vegetación. Perros en estado salvaje; sus pupilas, palpitando como luciérnagas reflectantes en la cuneta. Hay templos a medio construir; tiendas de comida callejera; luces de generador engullidas por la noche; piras alimentadas con malas hierbas. Un lengüetazo de carretera interminable se adentra en la negrura.

1. Adiós a la neurosis

Hojas de palmera peinan el techo de los camiones. Hay ciclomotores enloquecidos invadiendo nuestro carril, deslumbrándonos con sus luces, corrigiendo su trayectoria de colisión en el último segundo. El camino desde el aeropuerto de Bali hasta la villa es una colección electrizante de diapositivas: si con este curso acelerado a través de la ventanilla no entiendes que las neurosis occidentales no tienen lugar en esta isla, tendrás un serio problema.

Las villas son la alternativa al hotel: ideales para disfrutar en pareja, envueltas de arrozales, incrustadas en lo salvaje, expuestas a los incesantes sonidos de aves y alimañas nocturnas. Nos alojamos en Villa Neyung, donde comenzamos a disfrutar del carácter afable y servicial de los balineses.

Evidentemente, son expertos en sacarte hasta el último billete de la cartera, pero lo hacen con una predisposición y amabilidad que te desarman. La misma noche que llegamos, enteramos al encargado de la villa de que necesitaremos desplazarnos, y a la mañana siguiente ya nos ha preparado un ciclomotor en la misma puerta de nuestra cabaña. Por 8 euros al día es nuestro.

Si te sobran 40 euros puedes conseguir un chófer a tu disposición durante 10 horas: te lleva donde le ordenes y espera pacientemente en el coche a que termines tus quehaceres turísticos. De todos modos, si quieres Bali en vena, el ciclomotor es la ansiada hipodérmica… El scooter te libera por cuatro perras, te permite comerte la isla a putos bocados, pero cuidado: supone también un reto peligroso, histérico, solo apto para motoristas curtidos.

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2. Diarios de motocicleta

En Bali, las normas de circulación tienen menos valor que la mierda de mosca. De hecho, las motos son como plagas de moscas. Se cuelan en los huecos que dejan los coches, serpentean peligrosamente entre vehículos, adelantan temerariamente a cualquier masa en movimiento e invaden con agresividad el carril contrario, jugándose colisiones frontales a cada minuto. Casi nadie lleva casco. A esta locura se le suman incontables baches, basura en la carretera, curvas enconadas y perros salvajes que cruzan la carretera ajenos a la marabunta de coches y motos.

Leo que hay cientos de accidentes de moto a diario y que no son pocos los turistas incautos que vuelven a su país en caja de fresno por un exceso de confianza con el scooter. Varios años de conducción suicida en ciclomotor por Barcelona evitan que me la pegue varias veces. Los balineses conducen como si estuvieran en un videojuego de supervivencia. Están totalmente chalados.

Si sobrevives al scooter en Bali, podrás acudir a planetas como Ulu Watu, un templo ubicado en la cresta de uno de los acantilados más intimidantes que he visto nunca. Es un póster épico: el mar erosiona la piedra con olas monstruosas, el acantilado se cierne sobre el agua como un tajo de tierra llegado de otro mundo; es imposible no sentirte como un insecto indefenso cuando observas esa viñeta imposible.

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Por cierto, cuidado con los monos ladrones de Ulu Watu. En un descuido, uno me arranca las gafas de sol de la cara. Intento recuperarlas pero me enseña los caninos. Una señora le lanza una golosina al simio, y solo así recupero mis Ray-ban. Huelga decir que mi salvadora se lleva una jugosa propina.

Pero hay otros que no corren tanta suerte. Un coreano se contorsiona y suda copiosamente. Otro mono le ha siseado el iPhone 6 y cada vez que el bicho lo mordisquea, crea escenas de pánico. Otro mono se ha hecho con las gafas de un turista francés y las hace picadillo ante el estupor del tipo. Imagino una montaña de objetos acumulados, un botín simiesco de móviles, gafas y joyas, en algún recóndito lugar del bosque.

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3. Los templos perdidos y el banquete más barato del mundo

Ponemos la moto a prueba hasta Pura Besakih, un complejo religioso imponente a 1000 metros de altura, a los pies del volcán Agung, un titán geológico que deja sin aliento. La misma (y dulce) asfixia por oxígeno puro que se impone en Goa Gajah, la cueva del elefante, un templo telúrico tallado en la roca en forma de cavidad uterina. Parece sacado de una película de Indiana Jones y se esconde en una masa boscosa colosal que se cierne sobre los visitantes cual apocalipsis de insectos, humedad y líquenes.

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Nueva jornada y más belleza en la cascada de Tegenungan: una tromba de agua incrustada en la espesura del bosque balinés que te reconcilia con la vida. Está ligeramente masificada, la gente se baña a sus pies y se hace selfies como si estuviera en Isla Fantasía, pero es bastante inaccesible y la bocanada de naturaleza te noquea. A las 18h se pone el sol. El cielo de Bali describe una gama que va del amarillo al rubí antes de fundirse en negro. El hambre es lobuna.

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Nos recomiendan el mercado de Gianyar, un Valhalla para paladares intrépidos. Empieza a llover, el camino se embarra, las tiendas se protegen con lonas de plástico. Somos los únicos occidentales que rompen la simetría local. En los tenderetes musulmanes, atacamos la sopa de cordero y las brochetas de pollo con salsa de cacahuete. Recorremos el mercado y también probamos cerdo asado, marinado con una salsa explosiva que se pega a nuestro aliento toda la santa noche. Bolas de arroz con carne para el camino. Mucho plátano frito. También engullimos unos noodles orgiásticos, regados en un caldo sabrosísimo. Comer en Bali es barato, pero comer en estos mercados es pura hilaridad. Nos bastan 5 euros por cabeza para enjuagarnos con la mejor gastronomía callejera local y salir a cuatro patas de allí.

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4. Ubud: caminando rápido

Ubud. Una ciudad turística sumida en un colocón caótico, un frenesí embriagador…  Una ciudad anfetamínica, chopa de humedad, con las pulsaciones a velocidad de crucero a causa de la carretera que la cruza: atiborrada de coches, ciclomotores, autocares y perros salvajes. Los escasos agentes de tráfico locales se muestran incapaces de contener la riada de vehículos embravecidos e intentan imponer su silbato en la tormenta de cláxons, tubos de escape y motores con carraspera.

En Ubud buscamos comida y masajes baratos. Por 6 euros, nos aplican un concienzudo repaso de espalda de una hora. Salimos con las vértebras recolocadas, preguntándonos cómo es posible que esas inocentes indonesias de 150 centímetros de altura tengan unos pulgares capaces de hincarse en las entrañas de tu lumbago como dagas, unos codos que extraen crujidos de ultratumba de tu columna. Por cierto, apuntad dos restaurantes de Ubud, ambos pertenecen al chef francés Chris Salans y son de esencia balinesa: Spice, para bolsillos castigados, y Mozaic, para veladas románticas.

5. Islas desiertas, dragones y vampiros

Hay que hacerlo. Hay que ir hasta el pueblo de pescadores de Labuan Bajo, en Flores, alquilar un klotok y visitar las islas de Rinca y Komodo. Son paradas obligatorias de un largo camino que nos obligará a comer y pasar una noche en cubierta con los pescadores–una experiencia que recomiendo encarecidamente. Nuestro destino final no podía ser otro: el fin del mundo. Por un precio muy ajustado, decidimos alojarnos tres noches en Kanawa, una isla desierta que alberga un humilde complejo de 10 villas y un restaurante. Nada más.

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Paseamos junto a dragones de Komodo de cuatro metros, escuchamos a los monos en la maleza, los pescadores nos arrojan al mar entre risas para que veamos mantas, descansamos en una playa de arena rosa –Pink Beach-, nadamos entre peces león y serpientes de mar y vemos las mejores puesta de sol de nuestras vidas. La más aturdidora, la puesta de sol que vivimos con una Bintang fría desde la cubierta del klotok. Echamos el ancla en la isla de Kalong y mientras el sol se desangra en un cielo sanguina, observamos cómo, un ejército de murciélagos colosales se despereza y comienza a volar en busca de alimento. Es una magia nueva para nosotros: esos murciélagos silueteados en un firmamento al borde del colapso aportan la épica a un viaje que nos devuelve a Europa tan unidos como rotos por dentro: será difícil expulsar todas las toxinas que Bali ha dejado en nuestro aparato circulatorio. Cuesta olvidar los mejores colocones.

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‘Fotos: Óscar Broc’

 

1. Adiós a la neurosis

Hojas de palmera peinan el techo de los camiones. Hay ciclomotores enloquecidos invadiendo nuestro carril, deslumbrándonos con sus luces, corrigiendo su trayectoria de colisión en el último segundo. El camino desde el aeropuerto de Bali hasta la villa es una colección electrizante de diapositivas: si con este curso acelerado a través de la ventanilla no entiendes que las neurosis occidentales no tienen lugar en esta isla, tendrás un serio problema.

Las villas son la alternativa al hotel: ideales para disfrutar en pareja, envueltas de arrozales, incrustadas en lo salvaje, expuestas a los incesantes sonidos de aves y alimañas nocturnas. Nos alojamos en Villa Neyung, donde comenzamos a disfrutar del carácter afable y servicial de los balineses.

Evidentemente, son expertos en sacarte hasta el último billete de la cartera, pero lo hacen con una predisposición y amabilidad que te desarman. La misma noche que llegamos, enteramos al encargado de la villa de que necesitaremos desplazarnos, y a la mañana siguiente ya nos ha preparado un ciclomotor en la misma puerta de nuestra cabaña. Por 8 euros al día es nuestro.

Si te sobran 40 euros puedes conseguir un chófer a tu disposición durante 10 horas: te lleva donde le ordenes y espera pacientemente en el coche a que termines tus quehaceres turísticos. De todos modos, si quieres Bali en vena, el ciclomotor es la ansiada hipodérmica… El scooter te libera por cuatro perras, te permite comerte la isla a putos bocados, pero cuidado: supone también un reto peligroso, histérico, solo apto para motoristas curtidos.

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2. Diarios de motocicleta

En Bali, las normas de circulación tienen menos valor que la mierda de mosca. De hecho, las motos son como plagas de moscas. Se cuelan en los huecos que dejan los coches, serpentean peligrosamente entre vehículos, adelantan temerariamente a cualquier masa en movimiento e invaden con agresividad el carril contrario, jugándose colisiones frontales a cada minuto. Casi nadie lleva casco. A esta locura se le suman incontables baches, basura en la carretera, curvas enconadas y perros salvajes que cruzan la carretera ajenos a la marabunta de coches y motos.

Leo que hay cientos de accidentes de moto a diario y que no son pocos los turistas incautos que vuelven a su país en caja de fresno por un exceso de confianza con el scooter. Varios años de conducción suicida en ciclomotor por Barcelona evitan que me la pegue varias veces. Los balineses conducen como si estuvieran en un videojuego de supervivencia. Están totalmente chalados.

Si sobrevives al scooter en Bali, podrás acudir a planetas como Ulu Watu, un templo ubicado en la cresta de uno de los acantilados más intimidantes que he visto nunca. Es un póster épico: el mar erosiona la piedra con olas monstruosas, el acantilado se cierne sobre el agua como un tajo de tierra llegado de otro mundo; es imposible no sentirte como un insecto indefenso cuando observas esa viñeta imposible.

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Por cierto, cuidado con los monos ladrones de Ulu Watu. En un descuido, uno me arranca las gafas de sol de la cara. Intento recuperarlas pero me enseña los caninos. Una señora le lanza una golosina al simio, y solo así recupero mis Ray-ban. Huelga decir que mi salvadora se lleva una jugosa propina.

Pero hay otros que no corren tanta suerte. Un coreano se contorsiona y suda copiosamente. Otro mono le ha siseado el iPhone 6 y cada vez que el bicho lo mordisquea, crea escenas de pánico. Otro mono se ha hecho con las gafas de un turista francés y las hace picadillo ante el estupor del tipo. Imagino una montaña de objetos acumulados, un botín simiesco de móviles, gafas y joyas, en algún recóndito lugar del bosque.

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3. Los templos perdidos y el banquete más barato del mundo

Ponemos la moto a prueba hasta Pura Besakih, un complejo religioso imponente a 1000 metros de altura, a los pies del volcán Agung, un titán geológico que deja sin aliento. La misma (y dulce) asfixia por oxígeno puro que se impone en Goa Gajah, la cueva del elefante, un templo telúrico tallado en la roca en forma de cavidad uterina. Parece sacado de una película de Indiana Jones y se esconde en una masa boscosa colosal que se cierne sobre los visitantes cual apocalipsis de insectos, humedad y líquenes.

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Nueva jornada y más belleza en la cascada de Tegenungan: una tromba de agua incrustada en la espesura del bosque balinés que te reconcilia con la vida. Está ligeramente masificada, la gente se baña a sus pies y se hace selfies como si estuviera en Isla Fantasía, pero es bastante inaccesible y la bocanada de naturaleza te noquea. A las 18h se pone el sol. El cielo de Bali describe una gama que va del amarillo al rubí antes de fundirse en negro. El hambre es lobuna.

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Nos recomiendan el mercado de Gianyar, un Valhalla para paladares intrépidos. Empieza a llover, el camino se embarra, las tiendas se protegen con lonas de plástico. Somos los únicos occidentales que rompen la simetría local. En los tenderetes musulmanes, atacamos la sopa de cordero y las brochetas de pollo con salsa de cacahuete. Recorremos el mercado y también probamos cerdo asado, marinado con una salsa explosiva que se pega a nuestro aliento toda la santa noche. Bolas de arroz con carne para el camino. Mucho plátano frito. También engullimos unos noodles orgiásticos, regados en un caldo sabrosísimo. Comer en Bali es barato, pero comer en estos mercados es pura hilaridad. Nos bastan 5 euros por cabeza para enjuagarnos con la mejor gastronomía callejera local y salir a cuatro patas de allí.

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4. Ubud: caminando rápido

Ubud. Una ciudad turística sumida en un colocón caótico, un frenesí embriagador…  Una ciudad anfetamínica, chopa de humedad, con las pulsaciones a velocidad de crucero a causa de la carretera que la cruza: atiborrada de coches, ciclomotores, autocares y perros salvajes. Los escasos agentes de tráfico locales se muestran incapaces de contener la riada de vehículos embravecidos e intentan imponer su silbato en la tormenta de cláxons, tubos de escape y motores con carraspera.

En Ubud buscamos comida y masajes baratos. Por 6 euros, nos aplican un concienzudo repaso de espalda de una hora. Salimos con las vértebras recolocadas, preguntándonos cómo es posible que esas inocentes indonesias de 150 centímetros de altura tengan unos pulgares capaces de hincarse en las entrañas de tu lumbago como dagas, unos codos que extraen crujidos de ultratumba de tu columna. Por cierto, apuntad dos restaurantes de Ubud, ambos pertenecen al chef francés Chris Salans y son de esencia balinesa: Spice, para bolsillos castigados, y Mozaic, para veladas románticas.

5. Islas desiertas, dragones y vampiros

Hay que hacerlo. Hay que ir hasta el pueblo de pescadores de Labuan Bajo, en Flores, alquilar un klotok y visitar las islas de Rinca y Komodo. Son paradas obligatorias de un largo camino que nos obligará a comer y pasar una noche en cubierta con los pescadores–una experiencia que recomiendo encarecidamente. Nuestro destino final no podía ser otro: el fin del mundo. Por un precio muy ajustado, decidimos alojarnos tres noches en Kanawa, una isla desierta que alberga un humilde complejo de 10 villas y un restaurante. Nada más.

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Paseamos junto a dragones de Komodo de cuatro metros, escuchamos a los monos en la maleza, los pescadores nos arrojan al mar entre risas para que veamos mantas, descansamos en una playa de arena rosa –Pink Beach-, nadamos entre peces león y serpientes de mar y vemos las mejores puesta de sol de nuestras vidas. La más aturdidora, la puesta de sol que vivimos con una Bintang fría desde la cubierta del klotok. Echamos el ancla en la isla de Kalong y mientras el sol se desangra en un cielo sanguina, observamos cómo, un ejército de murciélagos colosales se despereza y comienza a volar en busca de alimento. Es una magia nueva para nosotros: esos murciélagos silueteados en un firmamento al borde del colapso aportan la épica a un viaje que nos devuelve a Europa tan unidos como rotos por dentro: será difícil expulsar todas las toxinas que Bali ha dejado en nuestro aparato circulatorio. Cuesta olvidar los mejores colocones.

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‘Fotos: Óscar Broc’

 

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Odio la autoridad y la censura, y escribo sobre lo que sea, pero solo con una condición: tocar los cojones y/o hacer reír al que está al otro lado.