En el mundo hay quienes prefieren viajar al futurismo de Dubai, otros al Renacimiento de Florencia y unos pocos que se atreven a adentrarse en muchas épocas diferentes. Cuba es una isla que, a diferencia de la de la serie Lost, ofrece la posibilidad de viajar varias veces en el tiempo sin que tu avión se estrelle. Y eso es maravilloso.

GTM – 15 AÑOS

Tras tres vuelos, un taxista ecologista y muchos murales de Fidel Castro, la primera pregunta que se me ocurre hacerle a la propietaria de mi hostel en La Habana es: ¿Dónde hay Internet? Entonces me indica que debo ir a X punto, hacer una cola, comprar una tarjeta e introducir un código de rasca en el móvil. ¿Hacer cola? Y suelta una risita: “Titi, esto es Cuba”.

Tras comprar la dichosa tarjeta y perder casi una hora en el paraíso tratando de cargar una fotografía en Instagram, siento que vuelvo a aquellos tiempos de Tarifa Plana de Telefónica en los que esperaba con las uñas afiladas a las 6 de la tarde para conectarme a Internet (mi madre también, pero porque durante toda la tarde no podría recibir llamadas telefónicas). Es como volver a 2003, el año de la canícula en Europa, el mismo en el que conocimos el reggaeton que aquí todos bailan como si no hubiera un mañana. Aunque ojo, tras 300 Shakys Shakys, la cosa tiene su punto.

De camino al centro contemplo los murales erigidos hace cincuenta y siete años en la majestuosa Plaza de la Revolución, los famosos coches de los años 50, el top manta que triunfa en las calles (esto es más 2005) o el esplendor de La Habana Vieja, ese parque temático en el que las yayas afrocubanas te leen el futuro y una enésima versión de Guantanamera envuelve los edificios coloniales de colores superlativos. La Cuba con la que soñamos, la ecléctica, la que se viste de tantos estilos y épocas, desde la colonial a la neoclásica, de la barroca a la renacentista.

Luego tenemos el Malecón, el sofá de La Habana, la franja de cemento más bonita del mundo situada junto al Caribe y en la que la gente baila salsa, contempla el mar sin necesidad de fotografiarlo y el mejor match de Tinder lo evoca una cálida conversación entre dos desconocidos. Sí, tenemos que aprender unas cuantas reglas sociales de los cubanos, o eso pienso mientras converso con un cocinero hasta que mi tarde en 1989 se acaba y debo ir aún más atrás en el tiempo.

A las 8 me dirijo a la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, frente al Malecón, donde cada día se recrea el cañonazo del 28 de septiembre de 1902, fecha en la que un cubano se retrasó media hora en prender la mecha que cada noche anunciaba el toque de queda de la antigua villa. Un espectáculo en el que los soldados visten como hace ciento quince años, en el que se representa la antigua marcha militar y los cañones suenan con la misma fuerza de antaño.

Trinidad, o cómo volver a 1850

Mi lugar favorito de toda la isla de Cuba ha sido Trinidad, una ciudad con alma de pueblo situada al sur del país y que en 1850 decidió echarse una siesta que se le fue de las manos. El resultado puede advertirse en sus casas de colores pastel, las calles empedradas, o unos carruajes que rivalizan con los Plymouths de los años 50 como transporte insignia. Si en algún momento apareciese un Lamborghini o un letrero de McDonalds sería como la caída de una torre de naipes. Desolador.

En las calles de Trinidad los niños juegan descalzos a fútbol, cuatro hombres se apuestan una papaya (o fruta bomba, que no hay necesidad de causar controversias tontas) jugando al dominó y dos cubanas sentadas en una mecedora convierten un simple chismorreo en una charla más épica que las dos primeras temporadas de la serie que el señor Abrams rodase en una isla de Hawai (sí, sí. . .)

Un lugar mágico, en el que la atracción en si misma es patear la ciudad mientras viajas a diferentes épocas y lugares, pero especialmente a ese pueblo de tu infancia en el que una vez creciste. Aquel en el que no había tecnología, donde aún se podía jugar en la calle  y te tragabas el culebrón que veía tu abuela a las 3 de la tarde. En Trinidad uno se siente más inocente, más libre.

Remedios y una playa

Una sensación que vuelve a sorprenderme en Remedios, la prima lejana no turística de Trinidad situada al norte de la provincia de Villa Clara y lugar ideal en el que hospedarse si quieres visitar el paradisíaco Cayo Santa María sin gastarte un riñón en resorts. Un pueblo tranquilo, mezcla entre el decorado de una película de John Wayne y un enclave puramente trópico-colonial, famoso por tener la única plaza con dos iglesias de toda Cuba y una fiesta, Las Parrandas, similar a la de tu pueblo pero con espectáculos de luces alucinantes y mucho plátano frito. Es aquí, en Remedios, donde una simpática cubana llamada Lizeth me espera con una habitación doble preparada.

Y es que una de las mejores cosas de Cuba es poder hospedarse en una casa particular, alojamiento en el que convives con los propios cubanos y puedes ser testigo de su sentido kitsch de la decoración en forma de peluches de huskies y unicornios o tomar un cafesito casero con una propietaria que comienza a enseñarme fotografías de la boda de su hija en 2003. “- Hace poquito – le digo-”. “- Hombre, poquito, poquito. . . ¡hace catorce años mi flaco! “-. Definitivamente estoy perdiendo el juicio. Encima, la gente que comienza a entrar en la casa dialoga de temas sencillos, agradables, sin necesidad de consultar el móvil, ni el Whatsapp, ni nada. Que aquí aún se lleva el teléfono fijo y solo para las situaciones de vida o muerte. Y nadie se ha muerto por ello.

Al día siguiente toca ese ansiado día de playa en Cuba y un taxista toma el control de nuestra particular DeLorean a través de 48 kilómetros hasta el final del Cayo Santa María, concretamente a la zona virgen de Las Gaviotas. Una playa a la que se accede a través de una selva donde moran flamencos y colibrís y cuya condición de Reserva de la Biosfera la ha permitido mantenerse intacta; sin tumbonas, flotadores ni guiris con insolación.

Fotos: Alberto Piernas

A lo largo del día camino por la playa envuelto en un silencio tan solo interrumpido por el ruido de las olas, acariciando los últimos días de mi larga corta aventura. Después trato de hacer la postura del arado aprovechando tal torrente de paz  y recopilar todos los azules del Caribe pensando en qué momento los antiguos taínos vendrán a hacerme compañía; en cuánto faltará para que llegue Cristóbal Colón.

Seiscientos años y dos semanas después de mi regreso de Cuba, el 2017 me sigue sabiendo a poco.

¿Mi sugerencia? Elige tu época y viaja a Cuba.

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Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.