Hay algo que nos puede salvar de la melancolía de septiembre: coleccionar dedales, deuvedés de punto de cruz o piezas de una maqueta de un tanque.

No nos vamos a poner demasiado profundos, porque se acerca el otoño y cualquier desliz acaba en el sofá con tres litros de helado viendo Anatomía de Grey o el final de Lost en bucle. Pero tampoco negaremos que detrás de la avalancha de coleccionables de septiembre en los quioscos, aquellos sitios en los que antaño se compraban periódicos y revistas porno, hay un intento de búsqueda de la felicidad ante el retorno a la rutina de cada curso. Algún significado tiene que la mayoría de ellos lleve la coletilla “[…] de nuestra vida”.

¿Comprar el primer ejemplar de “Moldes de Disney de nuestra vida” para hacer figuritas de miga de pan o llegar al tercer cartón de coches de nuestra vida (como si en la plaza de parking de la familia se hubieran aparcado Ferraris F40, Porsches Carrera y algún que otro Lamborghini) nos puede hacer mejores? ¿Son los propósitos que habíamos soñado en cumplir? A mí me parece que sí.

 

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Miremos a nuestro alrededor y nos daremos cuenta de que estamos rodeados de colecciones de nuestra vida. Yo lo he hecho y aquí va lo que he encontrado en armarios y estanterías.

Lo que hay detrás de una goma de borrar o dos o doscientas

Todos tenemos un pasado. El mío está lleno de postales de cine y gomas de borrar. Centenares de estos objetos habitan en una caja que lleva años en el fondo de un armario. Las oigo gritarme, pero no me atrevo a acercarme a ellas porque lo mío nunca han sido las ciencias y no tengo claro si aquel material puede haber evolucionado hasta generar un ecosistema propio. Notar su latido cada vez que me acerco a su zona de influencia me ha llevado a plantearme si las colecciones son una metáfora de algo. ¿Qué quiero borrar? La de pasta que me costará esta colección en sesiones de psicoanálisis…

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Diógenes, el coleccionista

Por lo que cuenta el mito, Diógenes era un gran coleccionista. Le iba lo de acaparar. Sé que no soy la única que colecciona tarjetas de metro agotadas en bolsillos, bolsos y aquel rincón de casa en el que se reúnen con las colecciones de vales de descuento caducados, cartas de un banco en el que no se tiene ninguna cuenta, tickets de la Visa medio borrados y suplementos del Cultura de La Vanguardia desde principios del 2000 que un día leeré.

A veces, miro la nevera y pienso que igual ya estamos en aquel punto que se podría considerar colección todo lo que cubre su puerta y riesgo para la salud pública la colección de tomates abandonados a su suerte en el interior.

Amigas que no coleccionan

Sé que hay gente que, cuando llega casa, abre el bolso y lo limpia de tarjetas de metro agotadas, tickets de Visa que ya no usará para devolver nada y vales de descuento para espuma de afeitar que no canjeará. Mis ojos han visto como muchas de mis amigas y amigos lo hacían. No, ellos no solo no coleccionan pedacitos inútiles de su vida, sino que, además, sin terciar palabra, te hacen sentir culpable. Existe gente que guarda los tomates en tuppers y tiene alineados los cuatro imanes del frigorífico.  

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Y vuelve septiembre…

El verano siempre acaba y, en la televisión, un anuncio te recordará que tu vida está llena de colecciones conscientes o inconscientes, de inicios, de nuevos propósitos, de gente apasionada por las tacitas de porcelana con cenefas pintadas a mano de caras de dictadores.

¿Quién alguna vez no se acercó a un quiosco con la intención de empezar un nuevo año laboral junto al curso de tu vida de cocina en 100 magníficos fascículos? Yo aún conservo los VHS de la colección definitiva de Woody Allen, Alfred Hitchcock y Twin Peaks. Reconozco que en ellos hay algo de mi vida. Lástima que ya no tengo vídeo y nunca podré saber quién mató a Laura Palmer.  

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Solo llego puntal cuando voy al cine, no sé resistirme a un mal plan y soy tan inútil orientándome que me perdería en mi propio museo. Espero que algún día declaren las patatas chips pilar de la dieta mediterránea. Me acompaña un ratón vaquero de nombre Cowmouse.