A una hora al sur de Canarias yace una República del Relax en donde, más que los monumentos, lo importante es su estilo de vida, sus colores y la capacidad de sus gentes para hacer del mar lo único necesario en la vida. Todo ello, eso sí, bajo una filosofía peligrosamente adictiva: No stress.

Cabo Marrón

Dicen que el nombre de Cabo Verde,  un archipiélago de diez islas situado a una hora en avión al sur de Canarias y dos de la costa de Senegal, surgió cuando los primeros colonos portugueses que llegaron a la actual isla de Santiago en 1462 descubrieron una paleta de verdes que, en combinación con el mar, formaban ese color que merecía ser incluido en los anales de la exploración. Sin embargo, cuando aterrizas en la isla de Sal, la única con aeropuerto internacional de todas, de verde no hay mucho. Todo es marrón y árido, se adivinan colores salpicados a lo lejos y esa franja azul que envuelve un microcosmos que ha sabido aprovechar su posición alejada del mundo para fomentar una filosofía de vida que ya presientes desde el primer momento en el que pisas el aeropuerto de Amilcar Cabral, nombre del Nelson Mandela caboverdiano. Lo notas cuando llegas y tu taxi vibra a ritmo del funaná, uno de los quinientos géneros musicales que invaden las islas famosas por la cantante Cesaria Evora, la misma que abría las puertas a los turistas en su casa de Santiago para invitarles a café y hacerles conciertos privados a capela. ¿No habría sido maravilloso ir?

En el taxi hay tapices y peluches de tigres blancos, aunque casi no presto atención a más detalles de lo rápido que vamos. Nos dirigimos al sur, a Santa María, el pueblo más grande de la isla donde supuestamente se encuentra una de las playas más bellas de África. Le pregunto al taxista, con la patilla de las gafas de sol clavada en el ojo de tanto viraje, si sabrá llegar al hotel, y él me contesta “sí, si, amigo”. ¿Seguro?  “Que sí. No stress”.

No stress, hum.

Cuba nunca se fue de África

Cuando caminas por las calles de Santa María algo te recuerda a Cuba: las casitas de colores pastel, las palmeras mecidas por el viento o la facilidad de sus gentes para encontrar en una piedra la excusa perfecta para entretenerse. En las calles los niños juegan descalzos con una lechuga, un hombre baila y las mujeres tienden ropas de colores en un descampado. Todo fluye, nada más importa. Pero si hay algo que diferencia a Cabo Verde de cualquier otro lugar del mundo son sus letreros: Ultramarinos João No Stress, Pastelería (No Stress) Arlinda, No Stress Agencia Inmobiliaria, No Stress, No Stress. Se acerca un camarero: ¿Tenéis Coca Cola? Claro que sí, no stress. El perro que se acerca ladra también “no stress” y, en algún momento, temes que el africano que hizo la canción del Ola K ase venga con una segunda versión diciendo Mercadona o No Stress.

Sigo caminando, entre calles donde bandas tocan jazz isleño, por las que un pescador llega con un cubo lleno de mero fresco que vender a los restaurantes, y las iglesias de colores abren sus puertas mientras veinte mujeres interpretan la versión caboverdiana del Oh! Happy Day. Como podéis comprobar, concebir Cabo Verde sin música sería un sacrilegio.

Pasan los días, y salvo un Museo de la Sal (las salinas al norte de la isla casi obtuvieron el designio de Patrimonio de la Unesco) no parece haber gran cosa para ver pero hay algo, un motivo por el que no me quiero ir, algo que me atrapa en esta isla, será el aire, la gente que me dice con su mirada “Tú también caerás”, esa facilidad para sentarse en una terraza mientras el mundo sigue girando y utilizas el WiFi de un restaurante tan generoso que medio pueblo tiene Internet. Trato de resistirme al estilo de vida relajado, pero me cuesta. Y eso que aún no os he hablado de lo mejor, del todopoderoso azul que influye sobre todos los habitantes de esta isla.

All you need is a beach

El color azul te espía desde prácticamente cualquier lugar, desde el primer momento que llegas. Y para cuando has atravesado las cuatro calles que te separan de tu hotel no te queda más remedio que rendirte a sus pies: la playa de Santa María, esa en la que a pesar de los muchos resorts que comienzan a levantarse se sigue respirando una atmósfera atemporal, única.

Dividida por un “pontao” desde el que los niños saltan con camiseta y los hombres ven la vida pasar, la playa de Santa María es un lugar en el que todo el mundo parece feliz: desde quienes se encaraman a la cometa de kite surf hasta los pescadores, los hombres que convierten piedras en tortugas y las mujeres que, exhaustas tras cargar un canasto de fruta, se sientan a fumar un cigarro.

Fotos: Alberto Piernas

 

Definitivamente quiero quedarme, porque aquí uno fluye con mayor facilidad y en algún momento le apetece nadar hasta una de las mil barcas de colores que tiñen el Atlántico y echarse a dormir la siesta. Pero debo ser fuerte, sin permitir que la influencia de la filosofía caboverdiana me haga cosquillas y me atrape bajo sus redes evasivas.

En algún momento me siento en una mesa a escribir mis impresiones, prometiéndome que ciertas dos palabras no saldrán de mi boca (porque ninguno parecemos educados para decirlas aquí en Occidente), y es entonces cuando un vendedor de collares se me acerca para tratar de hacer negocio. Dice llamarse Paco, aunque creo que es su forma de romper el hielo con un extranjero. Yo le digo que no, que muchas gracias. Él me pide disculpas y le digo que no se preocupe, que no stress. . .

Sí, así fue como caí en el embrujo de las islas de Cabo Verde y su versión del Hakuna Matata. Y ya puestos, me entregué:

Cabo Marrón

Dicen que el nombre de Cabo Verde,  un archipiélago de diez islas situado a una hora en avión al sur de Canarias y dos de la costa de Senegal, surgió cuando los primeros colonos portugueses que llegaron a la actual isla de Santiago en 1462 descubrieron una paleta de verdes que, en combinación con el mar, formaban ese color que merecía ser incluido en los anales de la exploración. Sin embargo, cuando aterrizas en la isla de Sal, la única con aeropuerto internacional de todas, de verde no hay mucho. Todo es marrón y árido, se adivinan colores salpicados a lo lejos y esa franja azul que envuelve un microcosmos que ha sabido aprovechar su posición alejada del mundo para fomentar una filosofía de vida que ya presientes desde el primer momento en el que pisas el aeropuerto de Amilcar Cabral, nombre del Nelson Mandela caboverdiano. Lo notas cuando llegas y tu taxi vibra a ritmo del funaná, uno de los quinientos géneros musicales que invaden las islas famosas por la cantante Cesaria Evora, la misma que abría las puertas a los turistas en su casa de Santiago para invitarles a café y hacerles conciertos privados a capela. ¿No habría sido maravilloso ir?

En el taxi hay tapices y peluches de tigres blancos, aunque casi no presto atención a más detalles de lo rápido que vamos. Nos dirigimos al sur, a Santa María, el pueblo más grande de la isla donde supuestamente se encuentra una de las playas más bellas de África. Le pregunto al taxista, con la patilla de las gafas de sol clavada en el ojo de tanto viraje, si sabrá llegar al hotel, y él me contesta “sí, si, amigo”. ¿Seguro?  “Que sí. No stress”.

No stress, hum.

Cuba nunca se fue de África

Cuando caminas por las calles de Santa María algo te recuerda a Cuba: las casitas de colores pastel, las palmeras mecidas por el viento o la facilidad de sus gentes para encontrar en una piedra la excusa perfecta para entretenerse. En las calles los niños juegan descalzos con una lechuga, un hombre baila y las mujeres tienden ropas de colores en un descampado. Todo fluye, nada más importa. Pero si hay algo que diferencia a Cabo Verde de cualquier otro lugar del mundo son sus letreros: Ultramarinos João No Stress, Pastelería (No Stress) Arlinda, No Stress Agencia Inmobiliaria, No Stress, No Stress. Se acerca un camarero: ¿Tenéis Coca Cola? Claro que sí, no stress. El perro que se acerca ladra también “no stress” y, en algún momento, temes que el africano que hizo la canción del Ola K ase venga con una segunda versión diciendo Mercadona o No Stress.

Sigo caminando, entre calles donde bandas tocan jazz isleño, por las que un pescador llega con un cubo lleno de mero fresco que vender a los restaurantes, y las iglesias de colores abren sus puertas mientras veinte mujeres interpretan la versión caboverdiana del Oh! Happy Day. Como podéis comprobar, concebir Cabo Verde sin música sería un sacrilegio.

Pasan los días, y salvo un Museo de la Sal (las salinas al norte de la isla casi obtuvieron el designio de Patrimonio de la Unesco) no parece haber gran cosa para ver pero hay algo, un motivo por el que no me quiero ir, algo que me atrapa en esta isla, será el aire, la gente que me dice con su mirada “Tú también caerás”, esa facilidad para sentarse en una terraza mientras el mundo sigue girando y utilizas el WiFi de un restaurante tan generoso que medio pueblo tiene Internet. Trato de resistirme al estilo de vida relajado, pero me cuesta. Y eso que aún no os he hablado de lo mejor, del todopoderoso azul que influye sobre todos los habitantes de esta isla.

All you need is a beach

El color azul te espía desde prácticamente cualquier lugar, desde el primer momento que llegas. Y para cuando has atravesado las cuatro calles que te separan de tu hotel no te queda más remedio que rendirte a sus pies: la playa de Santa María, esa en la que a pesar de los muchos resorts que comienzan a levantarse se sigue respirando una atmósfera atemporal, única.

Dividida por un “pontao” desde el que los niños saltan con camiseta y los hombres ven la vida pasar, la playa de Santa María es un lugar en el que todo el mundo parece feliz: desde quienes se encaraman a la cometa de kite surf hasta los pescadores, los hombres que convierten piedras en tortugas y las mujeres que, exhaustas tras cargar un canasto de fruta, se sientan a fumar un cigarro.

Fotos: Alberto Piernas

 

Definitivamente quiero quedarme, porque aquí uno fluye con mayor facilidad y en algún momento le apetece nadar hasta una de las mil barcas de colores que tiñen el Atlántico y echarse a dormir la siesta. Pero debo ser fuerte, sin permitir que la influencia de la filosofía caboverdiana me haga cosquillas y me atrape bajo sus redes evasivas.

En algún momento me siento en una mesa a escribir mis impresiones, prometiéndome que ciertas dos palabras no saldrán de mi boca (porque ninguno parecemos educados para decirlas aquí en Occidente), y es entonces cuando un vendedor de collares se me acerca para tratar de hacer negocio. Dice llamarse Paco, aunque creo que es su forma de romper el hielo con un extranjero. Yo le digo que no, que muchas gracias. Él me pide disculpas y le digo que no se preocupe, que no stress. . .

Sí, así fue como caí en el embrujo de las islas de Cabo Verde y su versión del Hakuna Matata. Y ya puestos, me entregué:

mm
Alicantino de nacimiento, amante de cualquier lugar con mínimas de 25ºC. Mi debilidad es escribir en cafés secretos, tengo curry en las venas y una palmera tatuada (tiene su miga, aunque no lo parezca). Una vez gané un premio en Japón.